Las obsesiones de “Bloody Sam”
(David García)
Un homenaje al monstruo de Andrés Caicedo
No siempre es fácil hacerse una idea del genio y el carácter de un director a partir de analizar en retrospectiva toda su filmografía; además, un ejercicio de esta naturaleza partiría del supuesto, poco común por demás, y tal vez poco deseable, de una coherencia conceptual, estética o temática que atravesara toda la obra de un creador (un supuesto o una camisa de fuerza que pocos quieren cargar). Me parece más acertado, entonces, acercarse a un creador a partir de sus obsesiones. O mejor, digámoslo de otro modo: creo que las obsesiones son la única manera de acercarse a la desigual producción cinematográfica del director norteamericano Sam Peckinpah (1925 – 1984), cuyo genio y carácter, precisamente, aunque muchas veces andaban cada cual por su lado, eventualmente se cruzaron, se encontraron, y el resultado de este choque de trenes fueron varias películas “importantes”, “claves”, “necesarias” (¿para qué?, ¿para quién?). Una desigualdad, por demás, que se evidencia en múltiples aspectos de sus películas, desde la factura o el refinamiento estético (y los efectos especiales), pasando por la complejidad de las tramas y el carácter de sus personajes (a veces con tal fuerza y voluntad que persiguen al espectador mucho tiempo después de terminada la película, y en otras ocasiones casi que simples muñecos para una suerte de stand up comedy de un ventrílocuo sádico y cínico, y en estos casos es el ventrílocuo el que lo persigue a uno), hasta los presupuestos siempre cambiantes como era cambiante la reputación de Peckinpah y, por ende, la confianza de las productoras a la hora de darle su dinero a este volátil director cuyo talento, aunque innegable, a veces era puesto en entredicho por su afición al alcohol y a las drogas, y, todo hay que decirlo, no siempre sus producciones refrendaron su genio.
Un homenaje al monstruo de Andrés Caicedo
No siempre es fácil hacerse una idea del genio y el carácter de un director a partir de analizar en retrospectiva toda su filmografía; además, un ejercicio de esta naturaleza partiría del supuesto, poco común por demás, y tal vez poco deseable, de una coherencia conceptual, estética o temática que atravesara toda la obra de un creador (un supuesto o una camisa de fuerza que pocos quieren cargar). Me parece más acertado, entonces, acercarse a un creador a partir de sus obsesiones. O mejor, digámoslo de otro modo: creo que las obsesiones son la única manera de acercarse a la desigual producción cinematográfica del director norteamericano Sam Peckinpah (1925 – 1984), cuyo genio y carácter, precisamente, aunque muchas veces andaban cada cual por su lado, eventualmente se cruzaron, se encontraron, y el resultado de este choque de trenes fueron varias películas “importantes”, “claves”, “necesarias” (¿para qué?, ¿para quién?). Una desigualdad, por demás, que se evidencia en múltiples aspectos de sus películas, desde la factura o el refinamiento estético (y los efectos especiales), pasando por la complejidad de las tramas y el carácter de sus personajes (a veces con tal fuerza y voluntad que persiguen al espectador mucho tiempo después de terminada la película, y en otras ocasiones casi que simples muñecos para una suerte de stand up comedy de un ventrílocuo sádico y cínico, y en estos casos es el ventrílocuo el que lo persigue a uno), hasta los presupuestos siempre cambiantes como era cambiante la reputación de Peckinpah y, por ende, la confianza de las productoras a la hora de darle su dinero a este volátil director cuyo talento, aunque innegable, a veces era puesto en entredicho por su afición al alcohol y a las drogas, y, todo hay que decirlo, no siempre sus producciones refrendaron su genio.