10 de agosto de 2011

Raging Bull (Martin Scorsese)



El toro salvaje
Luis Eduardo Reyes

La realización de “El Toro Salvaje” o “Raging Bull” tuvo rasgos casi milagrosos. Después del fracaso de taquilla de “New York, New York”, película en la que Scorsese había puesto toda su fe y todo su talento, el director italoamericano entró en una depresión que disimuló con una juerga prolongada con sus amigos roqueros, que, por cierto, son algunos de los más importantes del mundo, como es de esperarse. Scorsese regresó a Estados Unidos y de inmediato se internó en una clínica para desintoxicarse de toda la droga consumida y, ahora sí; para vivir cara a cara la depresión. Por esos días conto con el apoyo de Isabella Rossellini, como se sabe, hija de los legendarios Ingrid Bergman y Roberto Rossellini ; dicho apoyo fue fundamental así como lo fue el hecho de que se le apareciera en el hospital Robert de Niro para convencerlo de dirigir la historia de Jake La Motta. Los argumentos de De Niro fueron contundentes : “tengo que aumentar treinta kilos de peso, estoy en la edad límite para someter a mi cuerpo a semejante experiencia; además tú eres el único que la puede dirigir. De Niro, claro está, hablaba de una historia que guardaba características ideales para hacer un Scorsese: basada en hechos reales, el protagonista es un italoamericano, es un “perdedor” (a propósito del prejuicio estadounidense), tiene triunfo, derrota, romance, amores perdidos, además de muchos motivos de reflexión.

Los créditos de la película se presentan con caracteres blancos sobre un fondo negro que apabulla la pantalla, como anticipando una especie de oscuridad o ceguera, si se prefiere, que se siente omnipresente durante toda la película, particularmente alrededor del protagonista. Desde la pantalla oscura se escuchan de manera tenue los acordes del “Intermezzo” de “Cavalleria Rusticana”, la obra más célebre del compositor italiano Pietro Mascagni. La primera imagen que aparece muestra al toro salvaje (aunque sin distinguirse de forma clara) en medio de una especie de bruma que domina la pantalla, propia de los escenarios de boxeo de la época; una alusión directa a un mundo turbio en el que, efectivamente, vemos a Jake La Motta batirse a punta de puños, enfrentando manipulaciones, decepciones y victorias. 

La imagen se muestra en ralentí con la música de Mascagni resaltando la estética evidente del boxeador que salta con su bata puesta, pero también resaltando un personaje cuya esencia no pareció identificar en sí mismo. A la poesía de la imagen se le emparenta la música que como en la ópera, quiere resaltar lo que siempre será rescatable de un ser humano, aun si se trata de un ambiente y unos personajes cargados de violencia, esencia misma de ambas obras. Es un momento que Scorsese muestra dándonos una especie de retrato de alguien que en su camino carga ilusiones de triunfo, fundamentado en el trabajo, en la disciplina, en todos aquellos argumentos y razones que cualquiera de los espectadores pudiera tener desde la óptica de su propia actividad. Se trata entonces de un persionaje que tiene para los espectadores motivos de identificación. Scorsese le canta a un personaje que nos va a conmover y que además será siempre él mismo, con todo y su manera poco clara de percibir la vida. El director logra en el espectador una identificación con La Motta, aunque en ocasiones haya que entrar en conflicto con dicha identificación a raíz de los actos de violencia del protagonista como noquear a su esposa, pegarle al hermano, dando todo un deplorable espectáculo frente a unos niños atónitos. 

La historia es narrada alternando cada pelea de boxeo con sus luchas en la vida. Los conflictos con su primera esposa muestran una relación de distancia, fraguada por la indiferencia y el trato más que descortés de La Motta hacia ella, quien se refiere a su esposa en términos bastante peyorativos. Los inconvenientes de su vida sexual se tornan en el telón de fondo de los conflictos, lo cual es claro cuando desde la ventana que da a la calle, ella le grita: “maldito maricón afeminado”, como una alusión a una ausencia o, cuando menos, una escasez de vida sexual, que se explica durante la relación con Vikie, con quien se exita mutuamente, para después abandonar la práctica sexual so pretexto de cuidar el físico con miras a la próxima pelea. 

Vikie parece el oasis, el resplandor, la que provee la luz del verano, la que hace olvidar lo sódido de los ambientes en que Jake se desenvuelve, en el boxeo y, muy a su pesar, fuera de él. 

Es la reconciliación con Vikie la que hace que La Motta caiga en la cuenta de que su comportamiento no tiene razón de ser y que su esposa, además de amarlo, le es absolutamente leal. Es un momento de mucha tranquilidad para La Motta y a la vez de mucho disfrute tanto de estar con una esposa a quien sí ama (si se quiere, a su manera) como de la vida familiar que construyó con ella; la paz que encontró parece definitiva, como lo es la distancia que su hermano toma de él después de la paliza que Jake le propinó. 

La esposa de La Motta, Vikie, está representada por la bellísima Cathy Moriarty cuando la actriz tenía veinte años y representa una adolescente de quince. Es de anotar que a la Vikie de la vida real se la podría considerar más bella aun. La primera vez que Jake ve a esta niña rubia, aun casado, indaga por ella con insistencia (en especial porque la ve acompañada de gente relacionada con la mafia), como si hubiera percibido por un instante un huracán que le anunciaba la visión de un destino. Ella es muy consciente del atractivo que ejerce, pero en la película es toda una aparición que tiende a seducir en simultánea a La Motta y al espectador. Vikie es la novedad que llena la pantalla de una atmósfera cálida y de un erotismo profundamente humano, como profundo es su amor por el boxeador, así éste dure en entenderlo. Vikie, solidaria con Jake, goza y sufre las peleas de su marido, entonces el público tiene a su vez doble identificación, pues ahora comparte los mismos deseos de la protagonista femenina. En consecuencia, el espectador también quiere que La Motta gane dentro y fuera del ring, por eso lo reconforta verlo sereno llevando del brazo a su esposa después de varias tormentas. Scorsese logra atrapar muy bien al espectador alrededor de la relación de La Motta con Vikie, en especial porque desde la butaca, aquel quiere que la conserve dados dos hechos: a Jake le es significativa y a la vez ella le es fundamental si se piensa en la fragilidad emocional del boxeador. 

Ésta es la segunda colaboración como guionista de Paul Schrader quien coescribe con Mardik Martin, después de haber escrito el guión de Taxi Driver como primer encuentro de éstos dos grandes. El mismo Schrader, para la época de la realización de la película ya se había consagrado como un reconocido director.

En términos de realización, Scorsese introduce una novedad que consiste en filmar las peleas desde dentro del ring, contrario a lo que se acostumbraba hasta la época. 

Ver o no ver, parece plantearse como dilema de fondo de una película que expone la inconsciencia del ser humano. La ceguera frente al transcurrir de ciertos hechos de la vida, tanto la propia como la ajena; la incapacidad inicial para considerar al otro, la respuesta impulsiva, valga decir, falta de reflexión, son presentadas como una incapacidad para ver, para resolver cada asunto de manera que pudiera alejarse de resoluciones de hecho. 

Vale la pena reproducir el epílogo que el director introduce, y que guarda armonía con la propuesta temática, por supuesto. 

“Entonces, por segunda vez, (los fariseos) volvieron a llamar al hombre que había sido ciego y le dijeron: 

“Da gloria a Dios; nosotros sabemos que ese hombre es pecador”. 

Y él respondió: 

“Una cosa sé: que habiendo yo sido ciego, ahora veo”. 

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