Terrence Malick (Sin notas al pie)
(Carlos Martín)
Voy a hablar sobre Terrence Malick. No voy a hacer abstracciones y cruces raros entre su cinematografía y la obra poética de Hölderling, diciendo que el día que muera marcará históricamente de un modo significativo el sentir del mundo (ya lo ha hecho, vivo); ni tampoco con Heidegger o la filosofía (por su formación en Harvard y Oxford en ambos aspectos), ni con otros directores, músicos o artistas. Malick se basta y se sobra para proponer una visión global de las cosas que lo rodean y que nos rodean: de la época, de las personas y de las situaciones. Hace unos ocho años que lo conocí con “The thin red line”, sabiendo que me enfrentaba a una forma de expresión que sobrepasaba con mucho mis referentes o mi capacidad de lectura, no solo de una cinta, sino de una comprensión del mundo estremecedora que reúne en sus características todo lo mencionado más arriba: la poesía, la filosofía, el arte.
Malick es dueño de un Summa Cum Laude en filosofía, en Harvard, que lo dota (más allá de señalar su inteligencia) de una sensibilidad estética profunda y una capacidad de abstracción, en la imagen, que pocos directores tienen (así la frase casi de cajón se pueda aplicar a muchos directores), pues hace una diferencia que es como un puñetazo en el estómago: en medio de la guerra cruenta es capaz de asombrarse con la presencia de un insecto diminuto y bello, del que nadie en el mundo sería capaz de asumir siquiera su existencia, contradiciendo, evidenciando, denunciando casi la religiosidad y la pertinencia espiritual en un periodo desencantado y sin capacidad de asombro o inocencia. Con esa “pinta” de baquerito estándar, de candado y sombrero (se deja ver pocas veces por delante de los lentes, como en aquel cameo que hace en “Badlands”, en que su impertinencia pone un momento en apuros a Martin Sheen, bandolero insolente, salido de ninguna parte, que pone en tela de juicio la construcción moral norteamericana por su ingenuidad, por su eficacia, por su ensimismamiento), nos engaña el orgullo de detectar al enemigo en el rostro, nos impacienta, nos desarma.
Pero hablemos de Badlands (1973). Nada ocurre en su mundo (en el del personaje de Martin Sheen, o quizás en el de Malick) que sea demasiado trágico para que decida sin más convertirse en todo un momento de incertidumbre del mundo o de la sociedad; (ahora sí el personaje) anda con una pelirroja de quince años (Sissy Spacek, ¡que en ese momento tenía 24!) a la que le dice: “eres pelirroja”, “yo’re redhair” con el inglés peor pronunciado de que se es capaz, enamorándola para darle un paseo en coche. Porque si hay algo que Malick quiera expresar en esta “road movie” es esa norte-americanidad de andar viajando por donde sea para descubrir lo que de todas maneras es inevitable, que el viaje no profundiza en ningún sentido, que en ningún lugar hay nada importante, porque sólo la capacidad de asombro es la que cuenta, siempre. Y la enamora, o algo parecido. Y luego en el transcurrir de la cinta se va gastando con la narración de la mujer la sensación del amor; porque ya no es amor, o ya no es una sensación; es un devenir, es un proceso que se va cumpliendo ininterrumpido. El extrañamiento, el puño en el estómago, deja la boca sangrando pero con ganas de seguir corriendo por la arena de una mala tierra que no ofrece condiciones para crecer o para creer.
Así es como uno se da cuenta que de pronto acaba de recibir una paliza que no lo deja parar de la cama (porque no vamos a cine, o no siempre). Un sentimiento simiesco aparece por todos los poros de no acabar de comprender todo lo que uno vio en la película, o en Malick, en la belleza rarísima de las mujeres que elige como actrices, o en el tratamiento de los elementos, el agua sobre todo, que tanto caracteriza su cinematografía. Dan ganas de salir a montar en bicicleta a ver si por si acaso ve algo más raro que los diálogos de los soldados de “The thin red line” (1998), que de un momento a otro pasan de buenos a perversos y de asesinos a profundos, a hombres con el corazón roto por la distancia y la mala fortuna de perder a una esposa que yace con otro al otro lado del océano, con fusiles que más bien quisieran utilizar contra ellos mismos.
Pero no es cuerdo hablar de Malick película por película, es una labor interminable, es algo que no se debe hacer con palabras; la idea es verlo, hacer la tarea, el esfuerzo. Acaso cuando se cumplen treinta años la gente se lanza en paracaídas; yo decidí ver tres películas de Malick el mismo día, quizás más extremo, quizás menos peligroso; pero no; lanzarse en paracaídas es una cosa, el vértigo, la adrenalina, el miedo, la sensación de la caída libre; ver tres cintas seguidas, y de un director de semejante talla, es una irresponsabilidad, un atrevimiento, un despilfarro. Al poco rato había entendido que la paciencia es un requisito importante para dialogar con Terrence, pues no por nada tuvo un descanso de 20 años desde “Days of heaven” (1978), hasta “The thin red line” (1998), saludando al nuevo milenio con “LA” película de guerra.
En “Days of heaven” parece que las langostas significaran una renuncia al mundo. El amor entre los tres personajes principales está a punto de perdonarse, pero un giro de maldita cólera incompresible (aunque por otro lado, completamente natural en los humanos), daña todo. Allí aparecen las langostas, definiendo una suerte que ya estaba echada, en una poética fulminante en la imagen de esta cinta, a favor de nadie. Nada queda después de la denuncia del fracaso propio, más que la denuncia del fracaso grupal; si yo renuncio al mundo lo hago solo, es cosa mía; pero cuando tengo que hacer que los demás renuncien el asunto es a otro precio, completamente incomprensible. Pero esto no es nada, porque veinte años después la fuerza Malickiana sería titánica, bestial, incontenible.
Las ganas de llorar con “The thin red line” (aunque totales) son lo de menos… el asunto es hacerlo y ojalá con la suficiente fuerza como para no volver a ver la película en otros 20 años, así como hizo Malick entre las hechuras de una y otra (no sé si llorando, no creo), para entender qué significa la renuncia a nivel individual y qué a nivel humano (imagino que lo entendió). “The thin red line” es la narración de la Batalla de Guadalcanal en la Segunda Guerra Mundial, pero es todas las guerras, es la pan-guerra; y es la renuncia a lo humano, con un puñetazo en el estómago, que deja un hilillo de sangre escurriendo de la boca encima de la almohada, o en el hombro de quien esté cerca, porque poco de lo que se considera humano queda en pie después de las casi tres horas que dura “LA” película.
He decidido titular este texto como “sin notas al pie” para hacer alusión a la obra de este director que no habla de cine, pero que hace cine, y que condensa en su obra el mundo; no hace referencia a nadie porque abarca por sus propios medios todo lo pensable o sentible, todo lo observable o existible, todo lo admirable. Hablar de Malick académicamente sería muy bueno, pero al igual que cuando lo vi por primera vez me siento todavía sin los referentes suficientes para entenderlo. Esta vez no lo digo porque me sienta inculto, sino que lo menciono por la búsqueda de un sentido estético más exigido: necesitando ser capaz de transgredir las normas de los sentimientos para imponerme, la estética no puede quedar reducida a ciertas asociaciones emocionales sino que debe, en un sentido malickiano, ser. Hacer poesía con imágenes es una labor filosófica seria, o construir una reflexión de la misma índole con sensaciones; con la sensualidad de la imagen que es capaz de lograr este autor, con el agua o los cultivos, con la piel o la crueldad, se funda una estética cinematográfica autónoma: la del puñetazo en la barriga (aunque ya presiento a todo el “Cineclub Fred Savage” cayéndome encima para argumentar desde una perspectiva estructuralista que los sujetos así son imposibles, lo que me da risa y me llena de cariño, a lo que yo respondería, muy académicamente claro está, que sí: pues no les puedo dar un puño, en ninguna parte); y en este sentido debo reconocer como amigo fiel del buen cine, como espectador comprometido, viendo y viendo a Terrence Malick cada vez que tenga fuerzas y que mis treinta años no me depriman, que apenas soy un diletante, porque ese aire de complicidad de los buenos lenguajes sólo lo logran los maestros.
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