11 de agosto de 2009

Lost in Translation (2004)



Bob Murray
(Mauricio Montenegro)


Bob Harris, quien fuera un reconocido actor de cine y televisión, una estrella del mundo del entretenimiento, es ahora poco más que un don nadie, un perdedor; aparece en campañas publicitarias japonesas: ahora mismo es la imagen de Suntory, cierta marca de whisky. En el comercial para televisión, Bob hace un papel muy simple: está sentado en un sillón, dándonos la espalda, gira lentamente, mirando hacia la cámara como “a un viejo amigo”, y dice: “Has de los buenos tiempos, tiempos Suntory”[1].

Bill Murray, quien interpreta a Bob Harris, ha tenido una carrera similar: casi un ícono de la década de los ochenta, parte del mainstream de la comedia norteamericana, al final de la década de los noventa hace pequeños papeles en series de televisión y aparece constantemente en el show cómico Saturday´s Night Live; la primera década de este siglo ve reaparecer a Murray en películas de jóvenes directores norteamericanos, parte de cierta vanguardia cinematográfica:
Wes Anderson (The Royal Tenembaums, 2001; The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004); Jim Jarmusch (Coffe and Cigarettes, 2003; Broken Flowers, 2005; The Limits of Control, 2008); y la propia Sofia Coppola, quien ha dicho que escribió el guión de Lost in Translation pensando exclusivemente en Bill Murray para el papel de Bob. Una decisión que habla muy bien de la intuición de Coppola para la dirección de actores: Murray representa mejor que nadie la actitud nihilista, un tanto cínica, desesperanzada, y al mismo tiempo encantadora, seductora, de Bob; y lo hace mejor que nadie porque lo aprendió de Buster Keaton, el maestro del cine mudo que enseñó a varias generaciones de actores cómicos a llevar al límite la inexpresividad, a aparecer en cualquier situación como viejos jugadores de poker, que no se asombran ante nada, que no hacen jamás un gesto patético, y que, sin embargo, pueden comunicar las más sutiles emociones; esta actuación contenida es el gran acierto de Murray (y de Coppola), y tiene probablemente su mejor momento en otra película, Broken Flowers, de Jim Jarmusch, en el momento en el que Don Johnston (el personaje interpretado por Murray) llora en silencio en un cementerio desolado. Murray, un actor cómico devenido en personaje trágico, nostalgico, se burla un poco de sí mismo en el papel de Bob, pero esa burla es también una manera de llevar con dignidad su derrota (la de Bill y la de Bob). 

La huída 

Bob se aburre mortalmente en Tokio: pasando canales se encuentra con sus propias viejas películas y le parecen ridículas; termina inevitablemente en el bar del hotel, tratando de conseguir verdadero whiskey (en una de las sesiones de grabación el director le dice: “¿estás bebiendo?”, “¿bebiendo?”, dice él, “tan pronto como salga de aquí”). Allí conocé a Charlotte, una joven turista americana que, como suele suceder con los personajes femeninos de Coppola, no tiene ninguna idea de quién es, qué quiere o qué debe hacer. Charlotte representa a la joven confundida, “perdida”, que empieza su vida adulta (está recién casada y este viaje es una especie de extraña luna de miel en la que su esposo, un fotógrafo, trabaja día y noche) mientras que Bob está ya terminando, ya no debe tomar ninguna decisión (más que escoger el color para la alfombra) y, sin embargo, o precisamente por eso, está igualmente “perdido”, tal vez incluso en un sentido más literal. 

Bob: ¿Puedes guardar un secreto? Estoy tratando de organizar una fuga. Estoy buscando una especie de cómplice. Primero, tenemos que salir de este bar, luego del hotel, luego de la ciudad y luego del país. ¿Estás dentro o fuera?
Charlotte: Estoy dentro. Voy a empacar mis cosas.
Bob: Espero que hayas bebido suficiente. Esto va a necesitar valentía.

Bob pertenece al linaje de los perdedores entrañables, aquellos que inspiran lástima pero también cierta solidaridad, cierta atracción; la propuesta de “fuga” que le hace a Charlotte es finalmente realizada, aunque no literalmente: Bob y Charlotte huyen internándose en una ciudad que desconocen, perdiéndose deliberadamente, atraidos, ambos, por la pulsión de la derrota. Están tratando de olvidar que están condenados a una rutina que su desorientación transitoria desplaza de cierto modo. Están condenados a viajar, comprar un Porsche, tener sexo, no tenerlo, no poder dormir (y Bob anuncia que pasas la tercera parte de la vida durmiendo, estadísticamente), hacerse lavar los intestinos, cantar en un karaoke. Todo es perfecto, y absurdo, y aburrido, y también histérico. No hay por qué sonreír (pero mucho menos por qué llorar): hay que repetir el gesto manierista del fotógrafo, del publicista, del presentador, del modelo, escoger el color para la alfombra, comer saludablemente, ir al gimnasio (ser atacado por las máquinas del gimnasio). “Los niños te extrañan, pero se acostumbrarán”, dice Lydia, la esposa de Bob, al teléfono; por supuesto. Hay que acostumbrarse. O no acostumbrarse. Sobre todo, permanecer atento: no va a pasar nada.

Tokio 

Tokio: nada puede ser más excesivo, más esquizofrénico, más pornográfico, más aburrido. 

Pero no es el exceso barroco de Las Vegas, ni la esquizofrenia terrorista de Nueva York, ni la pornografía de Ámsterdam, ni siquiera es el aburrimiento de Hooper o de Warhol, ese realismo desencantado: en Tokio hay un hiperrealismo sin ilusión, fascinado con los signos extremos de la frivolidad, un patetismo más bien irónico, caricaturizado, y una perfección post-apocalíptica sin relieve, sin territorio, sin espacio.

Tokio: la inmensa burla posmoderna. Occidente mismo llevado hasta el límite de la ironía: la publicidad, los medios, el star-system, todo hiperrealizado, hiperdramatizado, copiado y replicado con una disciplina perversa. Los gestos, las sonrisas, la luz, los objetos mismos: excesivos, paródicos, manieristas, impecables. Todo el absurdo de la sociedad contemporánea queda de pronto evidenciado en el espejo extremo de Tokio. La frigidez radical, el signo inútil de la superficie, la impotencia, la velocidad, la ridiculez.

Bob y Charlotte debían conocerse en Tokio, una suerte de espacio vacio, sin coordenadas, en dónde la desorientación obedece más al modelo del desierto que al del laberinto. Ambos están solos en Tokio y no lo ven como un lugar extraño: se ven a sí mismos como extraños. Tokio es más un lugar radicalmente lejano, en el que pueden darse ciertas licencias, aunque no del signo de la aventura, sino del mismo signo de la vida cotidiana: hacen cada cosa como por primera vez, encuentran pliegues, intersticios, en aspectos aparentemente triviales de la cotidianidad, perfectamente representados por la apática traducción de la interprete de Bob en el estudio de grabación. En ese intersticio, algo, irremediablemente, se pierde en la traducción[2].

Aprendiendo a perder 

Cuando los franceses son aburridos, son profundos (y viceversa). Ese personaje profundamente aburrido de Camus, Mersault, encarna esta idea, el existencialismo. Bob Harris, en cambio, tiene sentido del humor. Mersault no parece capaz de seducir a nadie. Bob Harris no parece capaz de matar un árabe. El de Coppola es un existencialismo globalizado, que se aleja de la “vieja Europa” de Camus y se instala en un karaoke de Tokio; es también un existencialismo pop que busca las superficies, los detalles triviales; y quizá, sobre todo, es un humanismo (según la conocida fórmula de Sartre), que se preocupa sinceramente por sus personajes, que no se detiene en el gesto esteticista de mostrarnos a dos solitarios, a dos perdedores en Tokio. El momento final, en el que Bob deja a Charlotte, y al subir de nuevo al taxi dice (son las líneas finales) “está bien”, es significativo de esta ética del cine de Coppola. La despedida de Bob se opone a la vanidad adolescente que parece acechar todo el tiempo su relación con Charlotte. De hecho, Bob aprende a rechazar (a su salida de hotel rechaza, a regañadientes, todo hay que decirlo, a una atractiva seguidora que le coquetea), aprende a perder. De algún modo, esta renuncia final debe asociarse al momento en que, en una de sus conversaciones de insomnio con Charlotte, Bob releva el sentido de su propia vida (no se preocupa ya por eso) en el sentido de la vida de sus hijos:

Bob: El día en que nace tu primer hijo, tu vida, como la conocías, desaparece. Y nunca vuelve. Pero luego tus hijos aprenden a caminar, a hablar, y tú quieres estar con ellos. Y entonces se convierten en las personas más encantadoras que jamás hayas conocido en tu vida.

En Lost in Translation vemos la caída dirigida, controlada, consciente, de Bob Harris, que nos enseña a perder con dignidad, y, sobre todo, sin egoísmo.

[1] Las traducciones de los diálogos son mías.
[2] Irónicamente, la traducción al castellano del título original, Lost inTranslation, hace perder el juego de palabras original y se decide por una versión cercana a la comedia de situaciones: Perdidos en Tokio.

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