26 de septiembre de 2009

Sam Peckinpah




Las obsesiones de “Bloody Sam”
(David García)

Un homenaje al monstruo de Andrés Caicedo

No siempre es fácil hacerse una idea del genio y el carácter de un director a partir de analizar en retrospectiva toda su filmografía; además, un ejercicio de esta naturaleza partiría del supuesto, poco común por demás, y tal vez poco deseable, de una coherencia conceptual, estética o temática que atravesara toda la obra de un creador (un supuesto o una camisa de fuerza que pocos quieren cargar). Me parece más acertado, entonces, acercarse a un creador a partir de sus obsesiones. O mejor, digámoslo de otro modo: creo que las obsesiones son la única manera de acercarse a la desigual producción cinematográfica del director norteamericano Sam Peckinpah (1925 – 1984), cuyo genio y carácter, precisamente, aunque muchas veces andaban cada cual por su lado, eventualmente se cruzaron, se encontraron, y el resultado de este choque de trenes fueron varias películas “importantes”, “claves”, “necesarias” (¿para qué?, ¿para quién?). Una desigualdad, por demás, que se evidencia en múltiples aspectos de sus películas, desde la factura o el refinamiento estético (y los efectos especiales), pasando por la complejidad de las tramas y el carácter de sus personajes (a veces con tal fuerza y voluntad que persiguen al espectador mucho tiempo después de terminada la película, y en otras ocasiones casi que simples muñecos para una suerte de stand up comedy de un ventrílocuo sádico y cínico, y en estos casos es el ventrílocuo el que lo persigue a uno), hasta los presupuestos siempre cambiantes como era cambiante la reputación de Peckinpah y, por ende, la confianza de las productoras a la hora de darle su dinero a este volátil director cuyo talento, aunque innegable, a veces era puesto en entredicho por su afición al alcohol y a las drogas, y, todo hay que decirlo, no siempre sus producciones refrendaron su genio.


La violencia descarnada, casi inenarrable, y el incorruptible e intratable “espíritu del tiempo” son dos de sus más apremiantes obsesiones, mismas que se manifiestan, sin reparos y sin mucha sutileza, como suele pasar con las obsesiones, en las dos funciones dedicadas a este monstruoso director en el Cine Club “Fred Savage”: Straw dogs (1971) y Pat Garret and Billy the kid (1973).

Straw Dogs y una nueva escuela de cine: la violencia 

Algo pasó con el cine de los 70, o desde los 70. La década de 1960 terminó dejando en el aire la sensación de que todo lo que podía o tenía que pasar en el mundo, pasó; los hippies allanaron el camino con rosas ya marchitas para la entrada nada triunfal de los punk, los países dejaron de mirar hacia afuera o hicieron como que dejaban de pelear con los de afuera, y entonces por fin la gente miró hacia adentro, al de al lado, y lo descubrió más “otro” que el de afuera y ahí fue Troya, o ha venido siendo Troya desde los 70. A la comedia se la atrincheró, el western fue encapsulado en píldoras de nostalgia que de vez en cuando administraba la televisión, y el héroe de las siete vidas y la puntería certera dio paso a un nuevo actor social que empezaba a pedir pista en la pantalla grande, pues ya era protagonista, o antagonista, de la realidad: aquel que tocado o atravesado por la violencia, con o sin sentido, encarnó, con o sin necesidad, la violencia. Prolegómenos del antihéroe cuyas circunstancias lo vuelven héroe ante nuestros ojos nada sorprendidos; matices: hombre, “macho”, paranoico, dispuesto a no ser privado de su derecho a la propiedad privada, a ser y hacer lo que quiere, donde y cuando le dé la gana.

Una rápida e incompleta mirada al “arsenal” cinematográfico de la década: A Clockwork Orange (Kubrick, 1971), Straw Dogs, (Peckinpah, 1971), Dirty Harry (Don Siegel, 1971), The Godfather (F.F. Coppola, 1972), Scarecrow (Schatzberg, 1973), Bad Lands (Malick, 1973), Chinatown (Polanski, 1974), Taxi Driver (Scorsese, 1976), Cross of Iron (otra vez Pekinpah, 1977) y, como coronando, en 1979, Apocalypse Now (Francis Ford Coppola, que de Ford ya no va a tener mucho). ¿Qué estaría pasando?... “because something is happening here but you don't know what it is, do you, Mister Jones?” -y ojo porque a Dylan nos lo vamos a encontrar más adelante-. En fin, apertrechado cómodamente en esta caravana, en esta nueva escuela, iba Peckinpah; volvamos pues a él.

En Straw Dogs aparece un joven Dustin Hoffman quien manifestó su incomodidad por participar en una película “tan violenta”, pero tal vez no sea una película “tan violenta”, tal vez sea La Violencia, una oda a la violencia con mayúscula, la de verdad, sin tantas sutilezas ni simbolismos, más cercana al desparpajo y la paranoia de Taxi Driver, de la cual, al menos conceptualmente, parece un antecedente directo, que a la violencia poética de Malick. Una película en la que actores y espectadores se sienten incómodos, agredidos y violentados, todos resienten casi por igual el sadismo explícito, todos excepto uno, el director, a quien sus conocidos apodaron, cariñosamente, “Bloody Sam”. La historia que nos muestra el viejo Bloody Sam, basada en la novela "The Siege of Trencher's Farm", de Gordon Williams, es sencilla; sencilla, al menos, en tanto es fácil de seguir lo que pasa, mas no porque sea fácil dotarla de sentido, entender por qué pasa lo que pasa (casi todas las formas de violencia son difíciles de razonar, de entender, aunque se puedan seguir, basta con ver un noticiero). La historia: un joven matemático norteamericano, David Sumner (Dustin Hoffman), y su esposa Amy Sumner (Susan George) -joven, rubia, atractiva y sin carácter, como debe ser, y en esto se apoya la crítica que ha tildado de misógino a Peckinpah-, llegan al pequeño pueblo natal de ésta, en Gran Bretaña, para pasar una temporada; ella, para descansar, ¿de qué?; él para dedicarse exclusivamente a las cosas complicadas y complejas por las cuales fue becado por su universidad. Los jóvenes lugareños, grises como el pueblo gris, inmóviles y varados como está varado en el tiempo su pueblo, que parece medieval, fueron compañeros de juegos en la infancia de Amy e incluso uno de ellos fue su novio; la historia, como se dijo, es sencilla, y como era de suponer los jóvenes se sienten atraídos por la joven (por su cuerpo, que aunque no es muy voluptuoso sí es mostrado con voluptuosidad y morbo, y por su destino y por su suerte, pues ella logró huir de esa trampa de osos que ha sido para todos ellos el pueblo). La acechan, la miran, la desean, y una tarde, aprovechando la ausencia del marido que ha salido de cacería, cosas de hombres…, aquel que fuera novio de Amy aparece por la casa, donde ella (lo) espera, sola e indefensa, y en una ambigua situación que empieza por la fuerza pero termina con la complacencia, como quien no quería la cosa, acaban teniendo sexo. El acto (sexual) está terminando, pero no así el director, a la escena y a los cuerpos les falta todavía, así, aparece otro del grupo, otro de los “perros de paja”, y sin que ella, al menos al principio, lo sepa, la penetra y la viola, todo esto mientras su exnovio le acaricia el cabello con ternura, sí, con ternura, porque el Bloody Sam también tiene su lado tierno, faltaba más. Mientras uno la acaricia, el otro la viola; al final los tres cuerpos sudorosos se separan, se visten y los dos hombres, tras la sórdida faena, se van. La imagen se esfuma dejando un sabor amargo aunque en algún momento estuvo cargada de excitante erotismo (como la escena de la violación en Irreversible [2002]), y el espectador mira a lado y lado y piensa: ok, vi lo qué pasó, ¿pero por qué pasó lo que pasó?; no hay tiempo para respuestas, Sam no ha terminado con nosotros. 

David Sumner regresa a casa, que para el caso es su casa, con su esposa, contento con la determinación de despedir al grupo de amigos a quienes contrató para arreglar un tejado; él, como el joven-matemático-norteamericano que es, es incapaz de arreglar algo que involucre el rústico trabajo manual, ni siquiera una cafetera. No se ha enterado de la violación, no quiere enterarse de nada, ahora está parado en el poder, ¡por fin!, y su esposa lo celebra con ironía, porque ya es tarde. La acción se desplaza momentáneamente al pueblo, un evento social; allí, Henry Niles, el “tonto del pueblo”, se ve envuelto en la desaparición y posterior asesinato (sin razón, sin sentido, sin voluntad siquiera) de una joven que, haciendo las delicias del director, resulta ser pariente de la jauría de perros, el grupo de amigos. En una secuencia exasperante el tirano director (como tirano fue, según Nicole Kidman, Lars Von Trier, y nótese la línea de fuga que poco a poco se va trazando entre Straw Dogs y Dogville [2003], en la cual, a fuerza de la violencia infringida a y sobre el personaje, la mujer termina adquiriendo carácter, ¿volviéndose mala?) expulsa a la pareja del evento y la manda de vuelta, prisioneros de él y de su trama como están, a la casa. Se acerca el final. Atropellan al tonto en la huida y David decide llevarlo a su propiedad para atenderle las heridas; la jauría se entera y van a sitiar la casa exigiendo justicia, ¡venganza, venganza!

Lo que sigue: violencia desmedida y multiforme. Él no está dispuesto a permitir que entren, que violen su propiedad; en la defensa de su casa puede estar la reivindicación de lo perdido con la violación de su esposa, no se resigna. Todo se vale y cualquier cosa bien puede ser un arma; de vuelta a lo básico, al instinto, de repente el hombre sofisticado recuerda el trabajo manual: tapiar puertas, asegurar ventanas con alambre, incluso acercarse a la estufa para calentar un líquido de limpieza y así quemar el rostro de los bárbaros invasores británicos. Mueren uno a uno y con cada muerte la expresión en su rostro se hace más radiante y ligera; en la violencia, como la protagonista de Dogville, encuentra el carácter y la redención (todo esto con un fondo de música escocesa, un guiño de Sam, como el de la canción infantil en la escena final de Cross of Iron). La trampa de osos que ellos mismos ayudaron a poner será el fin para el último agresor, el exnovio. Mira a su alrededor y luce satisfecho, como los otros después de un rato de buen sexo: “Sex and violence, sex and violence” cantaba The Exploited, la banda-punk-británica-de-1979… ¡Ah, los 70! David se aleja de la trampa de oso, sale de la casa y sube con Henry al auto: no sé el camino a casa, le dice Henry, el tonto; está bien, yo tampoco, responde David, y el auto se pierde por la ruta. Una licencia casi poética se permite el Bloody Sam con este diálogo, para “rematar” digamos. 

Pat; Billy; Sam (y el “espíritu del tiempo”) 

Apenas dos años después de Straw Dogs, en 1973, aparece Pat Garrett & Billy the Kid, protagonizada por Kris Kristofferson (Billy the Kid) y James Coburn (Pat Garret), quien ya tenía experiencia en uno de los westerns que marcaron la despedida definitiva de este género, nada más y nada menos que en una película de Sergio Leone (Once upon a time the revolution, de 1971) -posteriormente también protagonizaría la ya mencionada Cross of Iron (1977)-. Y digo que el de Leone es uno de los weterns de despedida porque Sam Peckinpah, con su Pat Garrett; Billy the Kid, pone la flor sobre la lápida de Ford, Wayne y el mismo Leone, en suma, sobre el western; como lo señalara Pauline Kael: “sirviendo vino nuevo en la botella del western, Peckinpah explota la botella”.

Pat Garrett es un viejo cowboy convertido, con el tiempo, en sheriff, y su tiquete de entrada al “nuevo orden social”, el de los nuevos terratenientes y los respetables burgueses con sus envidiables modales y maneras de ciudad, en suma, la prueba de su conversión, será sacar de circulación a su antiguo amigo y compañero de fechorías, el joven Billy The Kid, una verdadera piedra en el zapato para el progreso. Pat Garrett quiere cambiar su destino, ser incluido; Billy quiere que las cosas sigan tal y como están, ser un joven outsider por siempre… Garrett, que no es la causa ni la consecuencia, a penas es el mensajero del progreso, asume su apuesta y decide dar una última oportunidad a su amigo, junto con la buena nueva: “the times they are a-changin” (como en su día lo dijera Bob Dylan); ya no hay lugar para los hombrecitos osados que van por el mundo (des)haciendo entuertos con sus pistolas y sus sombreros y sus texanas y sus caballos. Eso es precisamente lo que comunica el Sheriff al bandido, y éste simplemente le responde: los tiempos pueden estar cambiando, pero yo no. Sólo dos posibilidades, con el progreso no se negocia: o se va (como desplazado, a México; ya muchos lo estaban haciendo) o muere. Es esta su sentencia de muerte, pues Billy es joven, ergo es aventurero, ergo es osado, y toda esa larga lista de etcéteras que, se supone, van de la mano con “la juventud”. Se resiste. Garrett necesitará más de cinco hombres para reducirlo en una cabaña, casi como una horda de perros de paja, y él prefiere rendirse antes que enfrentar a su amigo y mentor; se miran con cariño, con amor, y ahí está, Peckinpah nos revela el talante de su película: es una confesión de amor al género, a los viejos tiempos, al “old school”… amor, sí, pero amor tardío e imposible. Aquí el tirano no es el director, que sólo orquesta la puesta en escena de, tal vez, en términos formales, la más bella y poética de todas sus películas; aquí el tirano, si cabe, es el tiempo, “el espíritu del tiempo” diría Hegel -diría Benjamin-

Lo retienen en la cárcel del pueblo mientras Garrett sale a cumplir con sus obligaciones; Billy huye y así se inicia la persecución; en este punto aparece, por vez primera en la pantalla grande, Bob Dylan, quien además de hacer la banda sonora, interpreta a un extraño tipo de bufón, una suerte de freak del oeste, quien se hace llamar, elocuentemente, Alias, y con él se introduce algo por completo desconocido en ese mundo salvaje y hasta entonces alejado de la mano de la civilización, donde la reputación y el nombre precedía a los individuos: el anonimato.

Garrett persigue a Billy, otorgándole algo que él ya no tiene porque le pertenece a quienes lo contrataron: tiempo; da rodeos, parece indeciso, es el nuevo Pat Garrett, incluso soporta la humillación de los terratenientes por su aparente negligencia o, lo que es peor, por su ineptitud; ¡resultados! susurra el viento cargado de humo que viene de las ciudades y sus máquinas. Se acaba el tiempo, para ambos; los patrones le han enviado a Garrett un esbirro para que fiscalice la búsqueda. Billy ha tenido la oportunidad de salir del país pero encontró el camino minado con cuerpos aniquilados por el capital; decide volver, a morir no a pelear. Espera a Garrett en el pueblo, que en el trayecto ha tenido que enfrentar y aniquilar a los demás miembros de “la pandilla” (referencia entre líneas a The Wild Bunch, Peckinpah, 1969). Uno a uno van cayendo y cada muerte resuma poesía; como la agonía del Sheriff Baker junto al riachuelo, mirando el horizonte (Slim Pickens, de quien afirma Andrés Caicedo: “en su filmografía tiene ya otra muerte memorable”, refiriéndose al capitán que “cabalga” la bomba en Dr. Strangelove de Kubrick, 1964). Llega el encuentro final. Garrett dispara a Billy, que lo ha esperado inerme, y luego dispara a sí mismo, bueno, a su reflejo; después los esbirros de los terratenientes matan a Garrett, como solía pasar con los mensajeros, pues estos pueden dar testimonio del pasado y la memoria pesa, incomoda. Un último apunte: antes del encuentro final, aparece un viejo tallando un ataúd, es el mismísimo Peckinpah, que le dice a Garrett “anda y acaba de una vez… tú, cobarde usa-insignia hijo de puta”, y se rehúsa a aceptar un trago que le ofrece el sheriff… Sam Peckinpah, el Bloody Sam, abusó de las drogas y el alcohol, y murió, ¡en México!, de un ataque al corazón. “El final de una película es siempre el final de una vida”, dijo.

1 comentario: