12 de septiembre de 2012

Deadwood



El western más incómodo de todos los tiempos 
David García 
“La cabeza de medusa, 
aquella que convierte en piedra a los seres vivientes, 
tú no la has visto sino en el espejo” 
(Oscar Wilde) 

Deadwood es una de las mejores series de televisión que he visto. Lo digo tras volver a ver las tres temporadas que se filmaron completas (2004 – 2005 – 2006), aunque sería más exacto decir las que dejaron filmar completas. Así pues, la serie que más me ha gustado jamás se terminó. Como suele pasar, se alegaron problemas de presupuesto y financiación como excusa para interrumpir indefinidamente la filmación, pero, a juzgar por los comentarios de David Milch, el guionista y creador de la historia, parece que lo que pasó es que resultó una serie demasiado incómoda. En este texto quiero referirme al gesto mismo de la cancelación de la serie, pues me parece elocuente a varios niveles, y, dado que Deadwood no es muy conocida en Colombia, expondré las razones por las que me gustó tanto. 

Los estadounidenses han demostrado que saben hacer algunas cosas mejor que nadie, y la televisión es una de ellas. Cuando se sabe hacer algo muy bien, se termina por establecer fórmulas, pero tarde o temprano se exploran los límites de esas fórmulas y aparece algo nuevo. Eso pasó con la producción de televisión en Estados Unidos. Se inventaron los géneros televisivos, los agotaron y entonces aparecieron los grandes estudios como HBO con todos sus millones (no me malinterpreten, bienvenidos sean) y la producción de televisión alcanzó un nivel técnico impresionante, y claro, fordista. Basta ver la frecuencia con que se estrenan “nuevas” series cada temporada en los diferentes canales. Algunas de esas series, y este es el punto que me interesa, han contado con directores, guionistas y actores magistrales que han llevado la televisión a otro nivel, y eso pasó con Deadwood, una serie que se tomó en serio el mito fundacional de “América”, el western, e intentó matizarlo y actualizarlo. 

En época de muertos vivientes en 3D y ciencia ficción multicolor, Deadwood volvió sobre la Historia y nos ofreció una versión menos simplista y maniquea, menos hollywoodense si se quiere. Como en “El retrato de Dorian Gray”, de Oscar Wilde, un autor incómodo como el que más (y por eso terminó como terminó, “cancelado” en una cárcel), Deadwood ofreció al público una imagen que hacía estremecer y asustaba a todo aquel que se animara a observarla con algún detenimiento. Aunque la serie inició en horario primetime y fue aplaudida por la crítica y los medios que se querían creer liberales, irreverentes e iconoclastas, tal actitud sólo les alcanzó hasta el final de la primera temporada. Y es que con la segunda y la tercera la serie se mostró decididamente poco complaciente y respetuosa de ciertos lugares comunes muy evidentes del western (que salvo contadas excepciones, digámoslo de una vez, nunca ha sido un género desafiante y crítico del status quo, y no me malinterpreten tampoco ahora, ¡me encanta el western!), y entonces se prendieron las alarmas. 

Deadwood fue demasiado lejos, como en su momento pasó con la minifalda. Al principio se celebró la ocurrencia, pero cuando el destape casi total era inminente, la censura y los guardianes de la moral aparecieron y Deadwood fue cancelado. Levantarse la falda está bien si es una ocurrencia ocasional o un gesto absolutamente controlado, un simulacro, como la imagen inmortal de Marilyn tratando graciosa, sensual y fingidamente de sostener su falda para no mostrar más de lo debido. Por el contrario, levantarse la falda es inaceptable si se hace sintitubeos y mirando a los ojos. Tras la “interrupción” de la filmación el estudio prometió desembolsar los recursos para terminar la serie con dos películas de más de dos horas cada una. Después se dijo que sería sólo una. Al final no se hizo nada y simplemente quedó ahí, a medias. Y es curioso porque los estadounidenses no suelen hacer nada a medias, ellos terminan lo que empiezan así tengan, literalmente, a medio mundo en su contra. En todo caso, algunas de las razones por las que cancelaron la serie son, precisamente, las razones por las que me gustó Deadwood. 

Ambientado hacia finales del siglo XIX en Dakota del Sur, Deadwood es un western en rigor pues cumple con todos los requisitos del género: muchos outsiders, oro, prostitutas, cantinas, pistolas, whiskey, indios, diligencias y claro, un pueblo a medio hacer, y aquí hay que decir que, como muchos de los personajes de la serie, Deadwood existió (y existe en la actualidad: http://www.deadwood.com/). Al mejor estilo de los grandes del género como John Ford, Howard Hawks, Fred Zinnemann, o tardíamente Sergio Leone, Deadwood inicia con un pueblo sin dios ni ley, de hecho, sólo con la creciente inmigración aparecerá un reverendo y un delegado de los confederados insinuando que si el pueblo quiere ser reconocido por el gobierno deben “elegir” (como se les ocurra) un alcalde y un sheriff, amén de otros representantes de las instituciones modernas. 

Hasta aquí nada nuevo. Sin embargo, en un momento en que el western se creía muerto, enterrado y en descomposición (se dice que el último gran western fue “Unforgiven”, de Clint Eastwood [1992]), David Milch, un prometededor egresado de Yale, que además de aspirante a escritor era alcohólico y heroinómano, nos ofrece su versión revitalizada del western, heredera de la complejidad y la densidad histórica de los westerns de Sam Peckinpah o Robert Altman, en particular “McCabe & Mrs. Miller” (1971) y “Pat Garret and Billy the Kid” (1973), de Altman y Peckinpah respectivamente. Además de una producción impecable, entre otras cosas porque contó con un multimillonario set para la filmación, Deadwood es un western renovado y vital porque exploró muchas posibilidades narrativas y expresivas, entre ellas las del mismísimo idioma, y es que el inglés de Deadwood es sucío, creativo y contundente como pocos, así por ejemplo, según se señala en el portal IMDB, en la serie “The word "fuck" and its derivatives are used 2,980 times throughout the series” (Un muestra de esas 2.980 veces y de cuanto impresionó el uso del lenguaje: http://www.youtube.com/watch?v=EsPYJIat0lo). 

En definitiva, lejos de la simpleza, que a veces roza con el simplismo, y la austeridad histórica de muchos westerns clásicos, Deadwood no tiene buenos ni malos (o como suele pasar, un único bueno que habita un presente eterno, casi sin pasado ni futuro, y un gran malo secundado por su pandilla de pistoleros de fácil morir), y esto es suficiente para cambiar el eje de la trama. Deadwood no es la historia de un individuo aislado, es la historia de un pueblo y de las personas que lo habitan. Entre esas personas había colonos blancos y pistoleros, claro, pero también, y eso no nos los habían mostrado, había chinos, negros y mujeres que eran mucho más que el trofeo del ganador del duelo del mediodía. Blancos, chinos, negros..., quién lo diría, una imagen muy cercana a lo que se ve en casi cualquier calle de Estados Unidos hoy. Así, Deadwood muestra la cara más sucía y diversa del mito fundacional norteamericano; el lado B del tan mentado y celebrado “Melting pot”. 

Finalmente debo decicar unas líneas a las actuaciones, en particular a una que es magistral y que desde el primer capítulo me enganchó a la serie. Me refiero a Ian McShane y su interpretación de Al Swearengen (Para que se hagan a una idea, aquí está el gran Ian McShane: http://www.youtube.com/watch?v=DJFOf5RBQ-8). Al Swearengen es, en muchos sentidos, el dueño y amo del pueblo; él controla el negocio del alcohol, las prostitutas y el opio (¿Drogas en un western? ¡Claro que sí! Ese era, y es, uno de los negocios más redituables en los bajos fondos). Al es entonces mucho más que “el malo” (“el bueno” o “el feo”) de la historia, y como el Pat Garret de Sam Peckinpah, lucha por entender el nuevo mundo que se está gestando y hacerse un lugar en él. En uno de los episodios más memorables de la serie, después de haber matado uno a uno a los delegados de la justicia que durante meses traían consigo una orden de arresto a nombre de Al Swearengen por su pasado en Chicago, un delegado delirante le dice: “¿No lo entiende? Puede matar a todos los mensajeros, pero un juez expidió la orden y no puede simplemente matar una ley, no puede dispararle”. Al lo empieza a entender entonces. El mundo se está haciendo un lugar más complejo y las balas ya no resuelven los problemas. 

El punto de llegada y el culmen dramático de los westerns tradicionales, las balas, es entonces el punto de partida de Deadwood, que va mucho más allá. Como dije, nos habla de las leyes y las instituciones que harían de Estados Unidos lo que hoy es. Esto era lo que ofrecía esta serie que alguna vez fue emitida en primetime: la posibilidad de entender un pasado mitificado y mistificado hasta el exceso. Pero resultó demasiado incómoda y entonces la cancelaron. Se asustaron.

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