12 de septiembre de 2012

The Wonder Years



Creciendo con los Arnold
Mauricio Montenegro

La historia de la típica familia nuclear estadounidense ha sido contada y revisada por las series de televisión innumerables veces. Como drama o como comedia, como homenaje o como parodia, pero reproduciendo siempre el imaginario de una unidad cultural homogénea y digna de imitar: el padre trabajador, la ama de casa, tres hijos (uno rebelde, uno inteligente, uno neutral), la casa en los suburbios, el césped, cuyo cuidado es ritual, y el conocidísimo etcétera del llamado “american way of life”. 

The Wonder Years (TWY), que fue producida entre 1988 y 1993, una época en que campeaban sosas series familiares del tipo Family Ties (1982-1989), pertenece a ese subgénero. Y lo trasciende. TWY no sólo es una excepción a la mediocridad de las series de televisión de su tiempo: no es tan sencillo su mérito. Más allá de eso, e incluso más allá de la televisión, se trata de un producto narrativo y audiovisual extraordinario en el que todo, los guiones, las actuaciones, la musicalización, todo, roza la perfección. 

La idea original de contar la historia de la familia Arnold fue de los esposos Neal Marlens y Carol Black, un dúo experimentado y exitoso en el negocio de la televisión. Antes de TWY, The Black-Marlens Company ya había escrito y producido Growing Pains (1985-1992), otra serie sobre una familia promedio de la generación de los “baby boomers”. Luego, entre 1994 y 1998, escribieron y produjeron Ellen, la serie que lanzó a la fama a Ellen DeGeneres. Black y Marlens escribieron personalmente la mayor parte de los guiones de TWY, aunque en el equipo de guionistas había más de 20 personas: después de todo se produjeron 115 capítulos en apenas cinco años, algo impensable para el formato contemporáneo de “temporadas”. 

En líneas gruesas, TWY se concentra en la adolescencia de Kevin Arnold, para que Kevin sirva como testigo de excepción de una etapa crucial de la historia estadounidense, entre 1968 y 1973. Es decir, entre el recrudecimiento de la guerra de Vietnam (la serie inicia precisamente con la muerte de Brian Cooper en Vietnam), y el final del mandato de Richard Nixon. Pasando, claro, por los hippies, por la guerra fría, por Kennedy, por los conflictos raciales, por la lucha por los derechos civiles, por la carrera espacial, por la crisis de la mismísima familia nuclear. Así es como la historia logra trascender la tradicional comedia de situaciones familiares, usando la cotidianidad de Kevin como excusa para hablar del amor, de la política, de la familia, de la juventud. En este sentido, TWY tiene una dimensión documental importante. Y la transformación de los personajes a lo largo de la serie denota una estructura dramática, casi diría que trágica. Sin embargo, las expectativas de la industria televisiva de su tiempo no daban para tanto: no lograron comprender que TWY no es una comedia, y en su primer año de emisión (1988) ganó un premio Emmy como “Mejor Comedia” (…) 

Uno de los grandes aciertos narrativos de TWY fue dar protagonismo a un adolescente promedio, incluso un perdedor, antes que a uno rebelde o sobresaliente. Kevin es un testigo perfecto que en su aparente neutralidad nos resume a todos los adolescentes mejor que la “rebeldía” de la mayoría de personajes adolescentes. Kevin es esencialmente un perdedor, y sus fracasos son profundamente humanos: nos representa (a los perdedores) como nadie, en lugar de proyectarnos como (supuestos) ganadores. Y lo mismo puede decirse de todos los personajes de la serie, nunca idealizados o caricaturizados. Por eso me parece clave la transformación que opera en ellos desde el inicio hasta el final de la serie. Veamos: 

En las primeras temporadas tenemos a Jack como un padre autoritario y tacaño, que trabaja en una oficina y se aburre; a Norma como un ama de casa sumisa y silenciosa; a Karen como una hippie promedio; a Wayne como un bully más bien imbécil; a Paul como un personaje torpe y frágil; y a Winnie como una dulce e ingenua adolescente. Y bueno, alrededor de ellos una miríada de personajes milimétricamente ubicados, para los que no hay espacio en esta corta reseña. 

Hacia el final las cosas han cambiado: Jack envejece y ennoblece, es despedido, crea su propio negocio, se hace frágil; Norma, por oposición, se hace fuerte e independiente, rechaza su papel tradicional de ama de casa; Karen se casa, se establece y sacrifica muchas más cosas de las que una obstinada hippie estaría dispuesta a sacrificar; Wayne madura y toma las riendas del negocio paterno; la familia de Paul enriquece y él cambia los suburbios por una educación de élite, se vuelve seguro de sí mismo y encarna a un “ganador”; Winnie, finalmente, mira también hacia afuera de los suburbios, “traiciona” a Kevin e inicia en Europa una nueva vida. 

Solo a Kevin pareciera que no le pasa nada, que en esencia no cambia, y es porque su papel es precisamente ese: servir de testigo neutral, contarnos la historia de los Arnold, de su ciudad, de su país, sin interferir demasiado hasta desfigurar los hechos. La misión de Kevin es acompañarnos silenciosamente durante esa historia de educación sentimental, política, existencial. Se trata de ver a Kevin creciendo mientras nosotros mismos crecemos. Por algo se habla de generaciones “criadas por la televisión”, que crecieron (crecimos) viendo crecer también a los personajes de las series. Por eso los argentinos tomaron la (infortunada) decisión de llamar a TWY nada menos que “Kevin, creciendo con amor”. 

En mi caso, y seguramente esto tiene que ver mucho con mi afición (mi devoción) hacia esta serie, ese acompañamiento fue literal. Aunque TWY fue originalmente emitida en Estados Unidos entre 1988 y 1993, en Colombia fue presentada por Audiovisuales entre 1992 y 1997; es decir, entre mis 12 y mis 17 años ¡Exactamente la edad de Kevin Arnold en la serie! Es decir que yo crecí, literalmente, en paralelo con Kevin, aunque él a los diecisiete manejara su propio carro (comprado por un dólar a su abuelo), y trabajara en verano, mientras yo, a esa misma edad, todavía jugaba canicas en el barrio (sí: canicas). Y aunque él viviera en un suburbio estadounidense y yo en un barrio bogotano, nos pasaban, en el fondo, las mismas cosas; porque esa es la gran virtud de las historias bien pensadas y bien contadas: que son universales. 

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