La frontera
(David García)
La frontera fue el primer largometraje del chileno Ricardo Larraín, sin duda más (re)conocido por su trabajo en el ámbito publicitario que por su trayectoria como director de cine. Larraín se despacha con un guión impecable, una modesta producción y un buen reparto (y, por momentos, una fotografía elocuente), todo lo cual constituye la plataforma adecuada para una película, sin duda incómoda, sobre Chile: el Chile de mediados de los ochenta; el Chile de la dictadura.
Relegamiento en Macondo
1985. Ramiro Orellana, profesor de matemáticas en Santiago, es condenado a la pena de relegamiento por firmar una carta denunciando la desaparición de un colega. (¿Relegamiento?). Dos policías de ciudad trasladan al relegado hasta un pequeño pueblo costero donde es esperado por las autoridades locales: un inspector y su secretario, quienes, diligentes, acuden a recoger al criminal; “no, criminal no”, le aclaran los de la ciudad, “re-le-ga-do, ¿acaso usted no sabe lo que es un relegado?”. Avergonzado, el inspector acepta que no lo sabe, probablemente es la primera vez que escucha esa palabra, y es que los problemas con los que están acostumbrados a tratar en esa región del mundo son indeciblemente más básicos y elementales, como, por ejemplo, reconstruir el pueblo que prácticamente había desaparecido unos años atrás a causa de un maremoto. Con impaciencia, los soberbios citadinos, ellos sí entendidos en esas extravagantes y retorcidas formas del poder, proceden a explicarle, literalmente, con dibujos.
El relegado no debe ser encarcelado, simplemente no puede salir de acá (el pueblo), hasta nueva orden de allá (la capital); así, es necesario calcular la distancia entre el pueblo y cualquier otro lugar por donde pudiera huir, y asegurarse de que el relegado firme, periódicamente, un libro de registro, de manera que entre firma y firma le sea imposible alejarse (medida burocrática sin sentido pues al pueblo, que es como una isla, sólo se puede entrar o salir por agua, con lo cual es prácticamente imposible la huida, además, ¿huir adónde?, ¿para qué?). Ah, ¡relegamiento!, repite confuso el inspector, y ordena al secretario que se lleve al terrorista; “no, terrorista no”, le corrigen una vez más, “re-le-ga-do”.
Orellana es conducido a su lugar de exilio forzado, pues eso y no otra cosa es el relegamiento, y con él descubrimos una suerte de Macondo austral; y es que el conjunto que forman los habitantes, los espacios y las diferentes situaciones -tanto las cotidianas como las que se tejen a propósito de la irrupción del terrorista, como lo van a llamar casi todos-, es más surrealista que caricaturesco o ridículo. Es lo que pasa cuando el torbellino urbano y sus formas burocráticas envisten el mundo rural, desdibujándolo, imponiéndole otras lógicas y dejándolo a medio camino entre el acá y el allá, muchas veces más devastador que cualquier desastre natural, convirtiendo lo que encuentra a su paso en un intersticio, en un hoyo en el fondo del mar. En este caso, se trata de una coyuntura política y social radical -una dictadura- que, como un pulpo, logra extenderse hasta allí donde casi nadie sabe que están en una dictadura, o si lo saben no les importa, o no saben que debe importarles.
El vecindario macondiano
Además de un puñado de campesinos y los dos representantes de la autoridad civil y militar, un anciano español que todos los días sale con su maleta hasta la costa, y allí, mirando la infinidad del mar, “vuelve” a España; ya en la noche -todas las noches-, “regresa” con su hija, a quien el mar se le llevó su casa, su piano y su hijo. Junto a ellos, un sacerdote canadiense que comparte su autoridad espiritual con una campesina indígena, ambos, que coexisten sin problemas, cuidan por igual de la salud y la alimentación material y espiritual de sus rebaños. Por último, sin duda un personaje entrañable, el buzo, y su ayudante alcohólico, el primero ha construido una compleja teoría sobre la existencia de un hoyo en el fondo del mar por donde se filtra el agua que causa los maremotos; el segundo, apenas entiende que debe bombearle aire al buzo para que pueda sobrevivir cuando se sumerge.
Todos ellos están relegados, voluntariamente (¡!), en un caserío, una pequeña iglesia, una casa que hace las veces de inspección de policía (que no tiene cárcel), una cantina-bar-restaurante bastante gris, y una biblioteca que sólo recibe las visitas diarias del buzo, obsesionado por encontrar información sobre el hoyo en el fondo del océano.
Aventuras macondianas
Ø El primer problema que causa Orellana tras su llegada, es su presencia misma, pues, ¿en dónde se va a quedar? En la inspección no pueden permitir que viva un terrorista; así, sólo después de que la hija del español, y bibliotecaria del pueblo, firma una carta donde se responsabiliza por lo que pueda pasar, le permiten al relegado dormir en la iglesia. Segundo problema: ¿cada cuánto debe firmar el libro de registro? Una vez al día, es el dictado oficial hasta nueva orden. Al día siguiente el secretario recorre los linderos del pueblo, contando los pasos y el tiempo, y entonces el dictamen cambia haciendo la progresión cada vez más pequeña: cada ocho horas, y, finalmente, cada cuatro horas (no importa que llueva o relampaguee).
Ø Cuanto más alcohol en su cuerpo, menos aire bombea el ayudante del buzo, y mientras éste le intenta explicar lo indispensable de su trabajo, el ayudante muere. Durante la misa fúnebre, el cura se encarga de presentar oficialmente al relegado, “el profesor Orellana es un terrorista”, dice al terminar la misa, “no sé cómo son los terroristas pero todos somos hijos de Dios”, y entonces la caridad cristiana tranquiliza a todos, menos a Orellana, incómodo y disgustado por su primera aparición pública.
Ø Orellana se vuelve ayudante del sacerdote en los oficios religiosos. Orellana enferma y delira de fiebre por el clima inclemente. Orellana se tranza en un amorío con la bibliotecaria. El buzo consigue un nuevo ayudante: Orellana (¡!), y para conseguir este nuevo trabajo sólo tuvo que responder una pregunta: ¿los terroristas beben alcohol?, indaga el buzo, “yo no soy terrorista”, “eso no importa, sólo quiero saber si toma alcohol”; no, responde, y obtiene el trabajo.
Ø “Así que usted es el relegado”, le dice el viejo español cuando conoce a Orellana en una de sus visitas nocturnas a la bibliotecaria; “si lo mandaron acá es porque usted es peligroso”, “yo no soy peligroso, yo soy un profesor de matemáticas”. “No, usted es peligroso, y por eso los fascistas lo trajeron; si hubiera sido en España lo hubieran matado… ya ni en los fascistas se puede confiar”, monologó el viejo, él mismo “relegado” en el pueblo desde la guerra civil española. Aunque ensoñado por la pérdida de su patria, es el único que parece entender la condición de relegado de Orellana, y termina por pedirle que huya con su hija, “no importa si la quiere, engáñela, pero llévesela, ¡huyan!”; ¿pero adónde?, pregunta desconcertado el profesor-relegado-terrorista, que sólo hasta el final terminará por entender que es de allá y no de acá de donde hay que huir; el pueblo y sus habitantes son, paradójicamente, su verdadera huida.
Ø Nuevos problemas para la autoridad: Orellana recibe visitas, su ex-mujer, su hijo (que casi parece su ex-hijo) y un ex-compañero (que es el nuevo compañero de su ex-mujer). Las visitas, le informa el inspector, deberán estar en la balsa, y sólo podrá hablar con ellos desde la orilla. El relegado reclama, es ilegal; no hay orden de impedirle reunirse con sus visitas. Pero ese es el problema, allí no se conoce el procedimiento, así que tienen que improvisar, inventarlo según su interpretación de las órdenes, además, sentencian, “no queremos más terroristas en el pueblo”.
Ø Irritado por ese simulacro de visita, pues a la distancia casi no pudo siquiera reconocer a su hijo, quien estuvo fuera del país por varios años, decide emborracharse en la cantina del pueblo, donde tiene lugar una de las escenas magistrales de la película. Todas las mesas están ocupadas por grises campesinos de ruana, todos hombres. De unas guitarras y un acordeón se desprende una música también gris y los presentes se paran a bailar, ¿con quién?, ¡pues entre ellos! Aquí el movimiento de la cámara permite captar la simpleza y la rudeza del baile; los danzantes se sujetan toscamente por los hombros, más como si estuvieran peleando que bailando. Orellana, borracho y, una vez más, desconcertado, los increpa en la pista de baile: “claro, se ponen a bailar y no se dan cuenta de lo que está pasando en este país”… el baile sigue, finalmente les grita: ¡maricones!, y entonces sí para la música y todo el mundo lo rodea. Orellana, con las manos en los bolsillos, tambaleándose y apunto de las lágrimas, les exige: “sáquenme a bailar a mí”. Uno de los hombres se le acerca, lo toma por lo hombros, golpean sus cabezas y así, cabeza contra cabeza, el baile se reanuda.
Ø Orellana se estrena como buzo y se topa con la estatua que antes del maremoto presidía la plaza central del pueblo; “si son los libertadores… pero claro, los padres de la patria en el fondo del mar”, dice con ironía y un dramatismo exagerado que pasa desapercibido para el buzo.
Ø Orellana es notificado de la nueva orden de allá: el relegamiento ha terminado. Orellana no se quiere ir, al menos no todavía.
…porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra
La campesina-chaman se acerca al pueblo y habla con el cura, le dice que se avecina un nuevo maremoto, lo sabe porque los animales lo dicen, toda la naturaleza lo grita y ella sí tiene los oídos para escucharla. El sacerdote, contrariado, no sabe si creerle a una pagana y pide consejo a Dios, pide un señal. La señal no llega, pero el mar sí, y un maremoto destruye, por segunda vez, el pueblo.
El padre de la bibliotecaria muere, y ella decide quedarse con él. Todos los habitantes del pueblo se precipitan hacia la parte más alta, el cementerio y, como suele pasar, cuando todos van hay alguno que viene, ¡el buzo!, que se dirige, contento, hacia el mar, Quijote-kamikaze que no quiere desaprovechar la oportunidad de encontrar su hoyo en el fondo del mar.
Finalmente, en el cementerio, mientras unos acompañan al sacerdote con sus padrenuestros y sus avemarías, otros, a su vez, lo hacen con la campesina-chamana y sus canticos; ambos cuidaron de sus rebaños. Llega la televisión; una toma aérea releva la magnitud de la tragedia. Un periodista reconoce a Orellana. El otrora relegado mira a la cámara más triste de lo que nunca el viejo español mirara el mar:
“Soy Ramiro Orellana, profesor de matemáticas, fui relegado por haber firmado una declaración pública denunciando el secuestro y desaparición del colega Oscar Aguirre… denuncia que reitero una vez más. Eso es todo lo que tengo para decir”.
***
Toda la historia y todas las historias (la del relegamiento de Orellana, la del pueblo acechado por el mar y la de sus habitantes a quienes el océano se les ha llevado así sus pianos como sus hijos, todo, menos los recuerdos), bien pueden inscribirse en una suerte de realismo mágico, más patagónico que caribeño, y no porque nosotros queramos encasillarlas allí para inventarnos clasificaciones rimbombantes, y mucho menos por lo que se puede juzgar como extravagancia o excentricidad del director (quien también participa en el guion). A poco pensarlo nos damos cuenta de que el realismo mágico no se lo inventó García Márquez, mucho menos lo reinventó Larraín; no, el realismo mágico se lo inventaron los Pinochet y los Aurelianos de Latinoamérica, los profesores de matemáticas relegados y los desaparecidos, pero, sobre todo, lo inventaron los buzos que buscan un hoyo en el fondo del mar.
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