20 de febrero de 2010

Marie Antoinette (Sofia Coppola)



María Antonieta, recargada
(María Clara Salive)

Analizar María Antonieta, de Sofia Coppola, indudablemente me lleva a la encrucijada de si abordo el personaje histórico como tal, o la relectura que esta directora hace de una mujer mil veces mitificada, odiada, amada y sacrificada para resucitar. En definitiva, y por la tarea que me encomendé para estos Cahiers, me limito a realizar una lectura de la película, la cual, a pesar de los colores Pop y los Converse en el closet, revive la historia de la adolescente austriaca que, atrapada en Versalles, decide entregarse a la forma, quizá como una manera de escapar al aparataje político al que estaba destinada desde antes de nacer, y cuya condición asume con la resignación y la indiferencia propias de su clase. Es así como la directora recrea los rituales y los intrincados códigos de la corte; una sucesión de repeticiones que van adormilando a la joven reina, desde el día en que es llevada al altar, hasta que su matrimonio se consuma y, al parecer, le es permitido ocuparse de lleno en los superfluos placeres de no hacer ni decir nada; solo figurar.

En efecto, la directora resuelve dedicarse a la forma, y dejarle muy poco a los diálogos y a elucubraciones que puedan perturbar la vertiginosa caída de la monarquía, y lo hace sumiéndose en la superficie, un pegajoso rococó que le sirve de lobby al cadalso. Por eso, la atmósfera parece tomada de un cuadro de Antoine Watteau; un ensueño de alegres excursiones en parques idílicos en los que no llueve nunca, una sucesión de reuniones musicales donde son bellas todas las damas y buenos mozos todos los galanes. Una sociedad en la que todos están vestidos con sedas rutilantes y donde la vida de los pastores y pastoras se diría una sucesión de minuetos. En otras palabras, una cárcel de lujo, donde, protegida de un pueblo en el que se siente extranjera, la joven reina es adornada y alimentada, antes del sacrificio.

Al ritmo de música barroca combinada con rock-pop, se suceden escenas reiterativas en las que la repetición se convierte en una especie de gradación que acentúa el tedio y, sobre todo, la certidumbre de los personajes de que su peor castigo es el constante acecho al que los somete la corte. Son mirados, vigilados hasta el cansancio; el lecho nupcial es un templo, prefabricado y dispuesto para consumar el matrimonio y dar a Francia un delfín, poco antes de que la cacería de reyes hiciera de las suyas con la misma especie que había dado a luz. ¿Y ella? ¿Quién es María Antonieta? Una anti-heroína que no lucha contra su destino sino que se entrega a él, ungida en chocolate y champaña.

Nada más aproximado a la decadencia enmarcada en encajes que la estética Pop, pues Warhol también reprodujo en colores pasteles y ácidos un Occidente sedado por el consumo, atrapado en los objetos, disoluto y dichoso de no enfrentarse a los contenidos. ¿Qué mejor escenario que Versalles para representar la decadencia de un poder que necesitaba soportarse en tacones y castillos? Jardines en los que se domaba la naturaleza, en que se sucedían los días sin la ruidosa presencia de la chusma asediando a los reyes, felizmente perdidos en la futilidad de la clase ociosa. Una cárcel atiborrada de belleza, de representaciones de la belleza, reproducciones de la vida, un enorme salón de espejos, en que ni el sueño ni la comida tenían más sustancia que la misma ópera que tanto amaba la reina.

Ella es la representación de todo lo amado y odiado por esa última monarquía: no es francesa, es fría, austriaca, es un témpano, una sombra, un reflejo, una figura atrapada en los valores absurdos que llevan a la guillotina a los reyes. Una virgen que, en el templo del Minotauro, es educada en las artes amatorias, engalanada, bendecida, profanada y, finalmente, entregada a los dioses paganos, el pueblo, que esta vez hace el papel del inquisidor de una suerte de chivo expiatorio de la revolución.

“Que coman tortas”, responde, como ha de hacerlo una reina sin trono y sin poder, “Que coman tortas y las disfruten”, como ella se dispone a disfrutar y a despilfarrar de eso que le es dado para apaciguar las miradas de los otros y, a su vez, no pasar desapercibida, no poner en evidencia que debe arrodillarse, incluso, frente a la concubina del rey. Por eso hace de su tragedia una comedia, y asume su vertiginosa caída subida en tacones, engalanada con trajes cada vez más absurdos, cada vez menos ella; máscaras y espejos, laberintos y soldados, muy pocas cartas para crecer y disfrutar de su breve paso por un trono maldito.

Así, Sofia Coppola se aventura a retratar este personaje sin pena ni gloria: un ser tan ligero como difícil de personificar: cualquier exceso o emoción iría en contra de la poca materialidad que se espera de esta muñeca austriaca. La atmósfera, llena de filtros pasteles, pasa de unos interiores de un colorido hostigante cargado de primeros planos, a unos exteriores en que la mirada se pierde en las ganas de escapar, ya no sólo del rehén (María Antonieta) sino de su joven marido, incapaz de asumir sus obligaciones y consumar el matrimonio que le permitirá a Francia la sucesión en el trono. Muchas veces adentro, en el castillo-cárcel, la luz reitera que están atrapados frente a la teatralidad de un rol que les obliga a desfilar frente a los otros. En contraposición, en los inmensos jardines, una especie de niebla supone esa posibilidad de escapar, franquear las fronteras la mirada de sus guardianes (los mismos aristócratas o cortesanos) cuya función es demostrar la sumisión y a la vez el poder que tienen sobre la joven pareja de reyes.

En síntesis, recrear la decadencia de un personaje como el de María Antonieta, nos recuerda que navegar en la superficie es un arte. Obviamente el arquetipo de la liviandad, no podía ser abordado con demasiadas digresiones o reflexiones sobre el sentido de la vida; más aún tratándose de un ser diseñado para no construirse una idea de lo que implicaría tener una vida propia. Un tema tan insignificante como trascendente, una estética tan ligera que el espectador debe detenerse para no pasar por alto que en esas canciones anacrónicas está retratado una época que como la de ahora, escoge la forma y el opio de los significantes, para no detenerse a pensar en la decadencia del sentido. Un sentido perdido en la posibilidad de probarse ropa, de vivir en una vitrina, de atiborrase de bienes suntuarios y, lo peor, sin ni siquiera la esperanza positivista de avizorar algún tipo de revolución.

No hay comentarios:

Publicar un comentario