Viajar hacía sí mismo. Un existencialismo cinematográfico colombiano.
(Mauricio Montenegro)
Voy a hablar de la última década del cine colombiano. O, más exactamente, voy a proponer una cierta tendencia de la última década del cine colombiano a partir de tres directores, de tres películas. Los directores son Javier Mejía, Ciro Guerra y Oscar Ruiz Navia; las películas son Apocalipsur (2007), Los Viajes del Viento (2009) y El Vuelco del Cangrejo (2010). La tendencia que pretendo identificar es una suerte de existencialismo, un movimiento constantemente postergado en la historia del cine colombiano, que ha estado siempre definido por la urgencia y la coyuntura (la violencia rural, la violencia partidista, la violencia urbana, el sicariato, la miseria urbana, el narcotráfico), o por los géneros tradicionales de la literatura colombiana (el romanticismo, el costumbrismo, el realismo, el realismo mágico, la novela urbana).
Colombia debió ajustar los efectos del movimiento existencialista europeo de mediados de siglo a su propia realidad social, histórica y política; no hubo aquí lugar para historias de personajes solitarios y desarraigados preocupados por asuntos abstractos; ni siquiera en el nadaísmo, que no tuvo expresiones narrativas o cinematográficas importantes. Puede decirse incluso que la recepción de las vanguardias de la primera mitad del siglo fue mayor en el cine colombiano que la recepción de las llamadas segundas vanguardias, entre las que se cuenta el existencialismo. Prueba de ello es la surrealista La Langosta Azul (1954), de Álvaro Cepeda Samudio; en contraste, el cine de Andy Warhol, por ejemplo, no tuvo absolutamente ningún efecto en nuestro cine. Para el caso de los existencialismos cinematográficos, no hubo en el cine colombiano ecos de la nouvelle vague francesa, o de Michelangelo Antonioni, o de Nicholas Ray, o de los jóvenes directores norteamericanos de los años setenta como Peter Bogdanovich o Martin Scorsese, o incluso de existencialismos latinoamericanos sui generis, como el cine de Glauber Rocha (Dios y el Diablo en la Tierra del Sol, 1964) o el de Alejandro Jodorowsky (El Topo, 1970).
Mi hipótesis, entonces, es que las tres películas que he citado al inicio anuncian el pago de viejas deudas con la tradición cinematográfica, y al mismo tiempo afirman nuevas posibilidades, más contemporáneas, asociadas a la fuerte simbología local de un cine que algunos han llamado “poscolonial” y que, en su variante existencialista, sigue teniendo como mejor expositor al director iraní Abbas Kiarostami.
Sin embargo, a mi parecer, este camino se abre en el cine colombiano en una década caracterizada de manera hegemónica por dos movimientos más. Esquemáticamente, y sin (tanto) ánimo peyorativo, llamo a estos movimientos “gonorreismo” y “dagogarcismo”. El primero, que viene de los años noventa, ha hecho carrera con historias de sicarios, prostitutas y el largo etcétera de los “bajos fondos”; sin duda Rodrigo D: no Futuro (1990) de Víctor Gaviria, anuncia el movimiento, y es el propio Gaviria quien produce los ejemplos más representativos del gonorreismo, como La Vendedora de Rosas (1998). Los años noventa, sin embargo, fueron también los años del reinado de directores como Jorge Alí Triana y Sergio Cabrera y, por lo tanto, de cierto costumbrismo urbano muchas veces marcado aún por el pesado lastre del realismo mágico. En esta década, el gonorreismo triunfa con películas como La Virgen de los sicarios (2000), de Barbet Schroeder, o Rosario Tijeras (2005), de Emilio Mallé. En cuanto al dagogarcismo, ya se sabe, se trata de un movimiento que apuesta por una estética más cercana a la telenovela y que se aleja de la estética documental que caracterizó al gonorreismo. El dagogarcismo se anuncia a finales de los noventa con películas como Es Mejor ser Rico que Pobre (1999), de Ricardo Coral, escrita de hecho por Dago García, y tiene como principales expositores en esta década a Luis Orjuela (El Carro, 2003), Juan Carlos Vásquez (Mi Abuelo, mi Papá y Yo, 2006, codirigida por Dago García) y Harold Trompetero (Dios los Junta y Ellos se Separan, 2006).
Es en este panorama enrarecido en el que debe abrirse paso el existencialismo de Mejía, Ruiz y Guerra. Por supuesto, no fue nada fácil: en 2007 Apocalipsur tuvo sólo 26.000 espectadores. Para dimensionar esta cifra basta saber que ese mismo año La ministra inmoral, de Celmira Zuluaga, tuvo 135.000 espectadores. El caso de Apocalipsur es clave como transición: aunque Javier Mejía es un declarado admirador de Víctor Gaviria, Apocalipsur no parece deberle mucho al gonorreismo, afortunadamente. Mejía haría parte entonces de la generación de directores que articulan el gonorreismo con el existencialismo, haciendo caso omiso (afortunadamente) del dagogarcismo.
Apocalipsur cuenta la historia de “el Flaco”, pero en negativo: a partir del modo en que su ausencia se dibuja en la experiencia de sus amigos. Es una road movie sobre la ausencia, el recuerdo. Podemos imaginar al Flaco caminando por la nieve, perdido, y la historia de su exilio es el fundamento de las preguntas y las certidumbres de sus amigos, en conflicto con su inesperada e inaplazable madurez. Apocalipsur replica de algún modo esas películas “de amigos” que los estadounidenses hicieron tanto en los años ochenta; pensemos en Jim Jarmusch, con ese aire nouvelle vague que recuerda al Jean Luc Godard de Banda Aparte (1964). En eso también hay elementos existencialistas. Finalmente, Apocalipsur es una película personal, una película en la que Mejía toma decisiones muy personales (incluso estilísticas: contrapicados radicales como el de la represa) y hace guiños a unas pocas personas.
Pero puede decirse que es Guerra, y no Mejía, quien había anunciado el movimiento en un proyecto arriesgado y solitario: La Sombra del Caminante (2004), película que Guerra escribió, produjo y dirigió a los 21 años. La Sombra del Caminante es una historia minimalista de hombres solitarios con un cierto aire de David Lynch. Aunque la película tiene de hecho varias características que podemos considerar existencialistas (la soledad, la obsesión por el sentido y el destino), la referencia al conflicto armado termina por llevarse buena parte del protagonismo y darle inmerecidos aires de thriller a la historia. Con Los Viajes del Viento, en cambio, Guerra hace una apuesta mucho más radical, y sin duda es una película muchísimo más lograda. Tal vez el desplazamiento histórico (la historia sucede en 1968, pero también en una especie de tiempo mítico, cíclico) ayudó mucho a alejarse de las “obligadas” referencias a la coyuntura política y social que tanto han acercado a nuestro cine a la función de documento y han alejado a nuestros cineastas de la posibilidad de explotar sus obsesiones, sus caprichos estéticos. Creo que Los Viajes del Viento es una película muy personal, en la que Guerra pone todo de sí, sin concesiones al “gran público”, tal vez sin concesiones, siquiera, a su propio equipo de trabajo: Marciano Martínez, quien interpreta a Ignacio Carrillo, se ha quejado en varias entrevistas del estilo de trabajo de Guerra: no escucha opiniones, es testarudo, etcétera. La firma de Guerra aparece en cada fotograma, en cada decisión camarográfica (esos planos secuencia, como la entrada en Mompox), en la música, en los diálogos, en los ritmos que articulan los planos (demasiado deliberados para no notarlo). En fin, Guerra hace su película, la escribe, gestiona la producción, la dirige. Si mi hipótesis tiene algo de cierto, es posible que con este existencialismo cinematográfico empiece a consolidarse también cierto “cine de autor” del que tenemos pocos ejemplos en Colombia (Luis Ospina, tal vez, y con reservas).
En Los Viajes del Viento la muerte es protagonista: inicia con un entierro y finaliza con otro. El juglar parece conducir a los muertos a su destino, como una suerte de Orfeo; en la escena del duelo en el puente, literalmente acompaña en su camino a la muerte al hombre que cae al agua. El interés por dar sentido a la vida a partir de la conciencia de la muerte es evidente: Ignacio viaja hacia su propia muerte y lo sabe, su viaje es una expiación, un ajuste de cuentas con el mundo que ha decidido abandonar, y sólo así adquiere sentido su vida. Otros personajes, como Nine, el hermano de Ignacio, también son conscientes de su muerte de un modo muy lúcido. Fermín, por oposición, empieza a vivir, pero ese comienzo sólo es posible al superar la prueba del viaje; en un momento, casi al final del viaje, lo vemos observarse en un espejo por primera vez: se sorprende de sí mismo, entiende que se ha convertido en un adulto, que ha aprendido del viaje algo distinto de lo que esperaba aprender, no a tocar el acordeón, sino algo mucho más importante, innombrable, existencial.
Los Viajes del Viento es, en mi opinión, la mejor película de la historia del cine colombiano. De lejos. Y no lo es tanto porque represente algo singularmente “colombiano”, sino porque logra expresar asuntos universales, como lo hace siempre el gran cine. La vuelta a los orígenes (el viaje de Ulises), la relación con el diablo (Fausto), la lección de vida del joven, lo que el viejo aprende del joven, esa relación quijotesca. Es una película simultáneamente épica (la fotografía, los paisajes, el propio viaje, la música) y minimalista (los tiempos, los pocos diálogos, certeros). El viaje de Ignacio es también el viaje de Dante, el descenso, el fin, y en el camino se reconstruye de algún modo su vida. Por otro lado, la estructura del viaje permite que los “encuentros” (esa tradición narrativa medieval) resulten verosímiles, y cada encuentro es profundamente significativo.
El Vuelco del Cangrejo, de Ruiz Navia, quiere ser mucho más hermética, o su personaje principal quiere ser más hermético: pero también viaja para morir, desciende a los infiernos, y también tiene una pequeña “aprendiz” (que tal vez es más su maestra): Doña Lucía. Es de nuevo la historia de un hombre solitario, enigmático; determinado y, sin embargo, en conflicto, oprimido por el dolor, por una ausencia que se sugiere (la foto de la mujer, las visiones en el mar). Pero detrás de esta historia se va armando otra, mucho más general: la oposición entre lo local y lo global, el pasado y el pretendido futuro, los negros (Cerebro, que es el Virgilio del protagonista, su guía) y los blancos (los paisas); una historia de resistencia que hace visibles aspectos del país que desconocemos (y para eso también es el cine). El Vuelco del Cangrejo es, de las películas citadas, la que recoge con más precisión el argumento de un nuevo cine “poscolonial”, que tiene subtextos políticos, pero no concentrados en la violencia partidista o en la del narcotráfico o en la llamada “pornomiseria”, sino en historias locales, invisibles, mínimas. El final, con el canto frente a las barricadas, es contundente.
Así, tanto el Flaco (Apocalipsur) como Ignacio (Los Viajes del Viento) y Daniel (El Vuelco del Cangrejo) viajan; y viajan, sobre todo, hacia sí mismos. Y la historia de esos viajes es una historia que el cine colombiano no se había permitido contar, y contar tan bien, hasta esta década. Esta hipótesis que aquí propongo, de un cierto existencialismo cinematográfico colombiano, quiere incitar al debate: si a alguien se le ocurren películas anteriores que puedan rebatir la tesis, u otros argumentos, o un mejor nombre para el movimiento, o una expresión mejor que “movimiento”, el blog de los CAHIERS DE DVD está abierto.
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