¡Welcome to "Madchester"!
(David García)
Hay en toda experiencia estética significativa algo ininteligible e indecible, algo que se escapa y que es la clave para entender por qué nos gustó tanto una cosa, la detestamos, o bien nos resultó indiferente; la naturaleza de estas experiencias es, además, ambigua, pues si algunas veces parece fija e inmodificable, otras, por el contrario, se actualiza o se modifica radicalmente. El cine y la música han sido, para mí como para muchos otros, causa y motivo de algunas de las experiencias estéticas más relevantes y más intensas, de allí la sorpresa, la emoción y el impacto tras la primera vez que vi 24 hour party people[1] (2002), del director inglés Michael Winterbottom. En adelante, siempre que la evocaba llegaban a mi mente el entrañable Tony Wilson con sus frases geniales (como cuando se refiere a Ian Curtis como “el Ché Guevara de la música”), algunas escenas emblemáticas como la “concepción” de la aún más emblemática “Blue Monday” de New Order, y episodios (leyendas) que, a mi juicio, fueron determinantes para la historia de la música como “el nacimiento de la cultura rave. La beatificación del beat. La era del baile. El momento en que incluso el hombre blanco empieza a bailar”. Antes de esta película ya me gustaba Joy Division y New Order, los Sex Pistols, los Buzzcocks, y otros más, pero después de verla tuve más imágenes y más ideas asociadas a estas bandas y a su música, con lo cual tuvo lugar una nueva experiencia estética más intensa y más bella, que, sin embargo, fue cambiando un poco cada vez que volví a ver la película (y no han sido muchas).
Tal vez llevado por esa primera impresión, la fijé en mi memoria como una película sobre una época y unas formas musicales que siempre “me han dicho mucho”, aunque no sé a ciencia cierta qué. A propósito de esta entrega de CAHIERS DE DVD, hace unos días volví a ver 24 hour party people, y esta vez la impresión fue otra. Ahora pienso que más que “una película sobre cierta música y la gente que hizo esa música”, como dice el propio Tony Wilson -dandi, presentador de televisión y empresario (¿fracasado?)-, es una película sobre él, sobre su apuesta radical por la música sin ser músico y su amor declarado a la ciudad de Manchester, sobre su intención de “dejar obra”, como dijo Andrés Caicedo, y hacer que “hablen de mí, aunque sea mal”, como deseaba Oscar Wilde.
24 hour no es un registro histórico exacto, no tendría por qué serlo; “es un drama basado en una combinación de eventos reales, leyenda urbanas, rumores y creaciones del autor durante el transcurso de la cinta”[2]. Si uno quiere historias más precisas y juiciosas sobre algunos de los músicos y las bandas que aparecen en este recorrido que va desde 1976 con el primer concierto de Sex Pistols en Manchester, pasando por la formación de Joy Division, el suicidio de Ian Curtis, la creación de Factory Records y la aparición de New Order y los Happy Mondays, hasta el cierre del mítico club The Hacienda en 1997, puede remitirse a otras películas más o menos rigurosas como Control (Anton Corjbin, 2007), Velvet Goldmine (Todd Haynes, 1998) o Sid & and Nancy (Alex Cox, 1986). Precisamente al mejor estilo de Todd Haynes, cuyas películas sobre Iggy Pop, David Bowie (Velvet Goldmine, 1998) y Bob Dylan (I´m Not There, 2007) si bien denotan mucho trabajo de investigación, ponen de relieve el (buen) gusto del director, 24 hour es una película que no se limita a contar una historia y en la que cada tanto encontramos guiños estilísticos y narrativos del director. Así, en términos generales puede decirse que es un falso documental cuya estética y estructura es totalmente pop, de allí que la ironía, los gestos vanguardistas y surrealistas de todo tipo, y la relación simbiótica de la música con la televisión y el entretenimiento sean explícitos todo el tiempo; además, el propio Tony Wilson (el real y el de la película) parece el personaje más warholiano de todos. Y es que la masificación nunca fue un problema para él, para Wilson. De hecho, el cierre y la decadencia de The Hacienda llega cuando más público tenía, momento en el que, paradójicamente, el club dejaba más pérdidas pues el dinero que circulaba era, sobre todo, del negocio de las drogas, y a Wilson no le interesaban los negocios…
Steve Coogan interpreta a Tony Wilson, y su actuación, que por momentos raya en lo caricaturesco, es sobresaliente. En la medida en que toda la acción gira en torno a él, es el único actor en la película, los demás lo gravitan permanentemente y algunos personajes, de tan fugaces, no llegan a adquirir peso en la historia. Tony Wilson no sólo es un dandi, y como tal está cargado de un arsenal de frases geniales y concluyentes (recuérdese al propio Wilde), también es muy inglés -es egresado de Cambridge, qué más inglés que eso-, de esta forma la película intenta historizar la música popular desconociendo o disimulando la influencia del otro, en este caso Estados Unidos y el papel de algunas bandas norteamericanas para la configuración del punk en Inglaterra y la música electrónica europea. Pero la película va más allá, no sólo opone Inglaterra a Estados Unidos y al resto de Europa, también opone a Manchester frente a Liverpool y Londres, ciudades con mucho que decir sobre las músicas urbanas de la segunda mitad del siglo XX. “Most of all, I love Manchester”, dice Wilson, así, esta historia es una apología a Manchester, donde todo y todos estaban pasando a finales de la década de 1970, con lo cual la Manchester de 1976 es comparable al Seattle de principios de los 90, o quizá sea al revés.
La historia de la música popular es similar a dos olas que se cruzan, mientras una ha alcanzado su punto más alto y se dispone a descender, otra ya va en ascenso. Mediante esta contundente metáfora Wilson explica la sucesión de movimientos musicales y, particularmente, la aparición de lo que se llamó “el sonido Madchester”, cuyo ascenso desde el underground fue posible gracias a la ironía histórica. Y es que sus condiciones socioculturales de existencia se generaron a propósito de la decadencia de la industria británica en la posguerra. Por ello, en un gesto estrictamente pop, Wilson acude a la antigua zona industrial de Manchester y, mientras todas las fábricas están cerrando, él decide abrir allí el club The Hacienda. Sin embargo, tan importante fue el espacio (la ciudad) para darle identidad a estas nuevas formas musicales, como lo fue también el gusto de unos cuantos perfilando lo que sería la música de una generación. Y “Madchester” fue precisamente esto, el ascenso a la superficie de una serie de bandas cuyo sonido buscaba espacios para circular y de un público con nuevos hábitos de consumo musical, y en el centro de la ola estuvo Tony Wilson, ávido de buena música para él y sus amigos -por eso creó Factory Records, su sello discográfico-, y de lugares para pasarla bien -por eso abrió The Hacienda-.
Como buen dandi-inglés, Wilson también es un aristócrata, y esta condición permeó su misión y visión como “hombre de empresa” que no “hombre de negocios”. La diferencia no es meramente retórica, pues lejos de la lógica de la acumulación, le daba igual ganar o perder dinero, simplemente quería “hacer algo grande” y pasarla bien, estar 24 horas de fiesta. Su genialidad y generosidad, que se tradujeron en la inversión en empresas “descabelladas”, pueden ser fácilmente entendibles a partir de esa pulsión hacia el derroche propia de la aristocracia y a las apuestas radicales; todo ello se presenta emblemáticamente en dos de las escenas (y las leyendas) más memorables de la película (y de la historia), donde se da por sentado que Tony Wilson es totalmente indiferente a la ganancia económica y que si bien no ganó dinero como “empresario cultural” en modo alguno fue un perdedor. En la primera, él con su propia sangre redacta el documento fundador de Factory Records, que “no es una compañía, es un experimento de la naturaleza humana”; el documento otorga total libertad creativa a los músicos y señala que el sello no es dueño de nada; así, cuando el ejecutivo de Londres llega para comprarle “la compañía” rápidamente advierte que están hablando dos idiomas diferentes y que no tiene con quién ni con qué hacer negocios. “Mi epitafio dirá que nunca, ni metafórica ni literalmente, me vendí; para evitarme el dilema de venderme me protegí quedándome sin nada que vender”, dice Wilson. La segunda escena es también muy elocuente. Un creativo trae la propuesta para el arte del nuevo álbum de Joy Division; aunque muy elaborada, la presenta dubitativo pues sabe que resultaría muy costosa y que sin duda implicaría pérdidas; es “puro, artesanal y poético”, dice Wilson, además, “nunca saco los costos de la belleza”. El disco es prensado y trae pérdidas, pero qué importa, es “puro, artesanal y poético”.
Sin duda alguna, 24 hour party people es una película épica, y como suele pasar con estas películas y con los personajes del tipo de Tony Wilson, queda la impresión de que están “haciendo historia”; en cualquier caso, dejan la sensación en el espectador de estar presenciando un momento importante, determinante. Gustave Flaubert escribió en Madame Bovary: “A los ídolos no hay que tocarlos, se queda el dorado en las manos"; esta frase describe a la perfección lo que suele pasar con ciertas experiencias estéticas. Al menos, en mi caso, describe la manera cómo ha cambiado mi experiencia con esta película. La he visto varias veces y en cada ocasión cambia su sentido o creo entender un poco más; sin embargo, no quiero entender más, quisiera tener siempre la misma sensación de la primera vez, de algo “puro, artesanal y poético”. Como ya no es posible, creo que al menos no volveré a ver esta película en mucho tiempo; esa música, sin embargo, cada vez me gusta más.
[1] Título homónimo a la canción de Happy Mondays del álbum “Squirrel and G-Man Twenty Four Hour Party People Plastic Face Carnt Smile (White Out)”, de 1987.
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