11 de agosto de 2009

The Wrestler (2008)



Randy "Ram" Robinson
(David García)

La decadencia, otra vez la decadencia. Me pregunto qué tuvo que empezar a pasar o dejar de pasar en la historia de la humanidad para que se pudiera empezar a contar y a representar la decadencia. Y me pregunto si algo empieza a pasar también con nosotros para que seamos más sensibles a la decadencia, para que la reconozcamos y podamos percibirla, rastrearla.

Los dos ambientes en que se desarrolla la película: los gimnasios pobres donde se sostienen los cuadriláteros de lucha libre, y el club de striptease, también pauperizado, aluden, ambos, al porno. Y es mucho más pornográfica la estética y la naturaleza de los primeros, que la vida que se desarrolla entre bailes eróticos y desnudos en el segundo. Acaso más digna y menos resignada, la bailarina erótica busca diferenciar permanentemente su trabajo de la vida real, aquella que busca coronar con el retiro en Trenton: en un vecindario tranquilo, aunque barato, buenas escuelas y un futuro, no para ella, para su hijo. Randy “The Ram” Robinson no puede o no quiere diferenciar uno de otro, o lo hace al revés, la vida real está en el cuadrilátero, con los gritos enardecidos de la gente; allí, donde se lacera el cuerpo, donde hay sangre, donde todo parece que es artificio, es allí donde está la vida real, el mundo donde a pesar de su cuerpo él no sale herido, donde él es el protagonista, donde todas las miradas están sobre él.
¿Por qué la necesidad de ser mirado? Sin duda habría menos sufrimiento si llega la resignación de saberse alguien no especial, alguien normal, la misma normalidad a la que se le rehuye en “Revolutionary road”; ya se lo recuerda con cruel ironía el supervisor del supermercado cuando Randy (o Robin) pide no llevar el distintivo que lo identifica como dependiente, “¿tengo que usarlo?”, “no, le responde el supervisor, tú eres especial…”. El Ayatollah, antiguo contrincante y protagonista de una gesta mítica en el mundo del espectáculo por allá en los 80, lo ha comprendido y acepta participar en un combate conmemorativo sólo como un guiño de nostalgia que se permite, que se regala, después de todo tiene su negocio de carros con el que se “gana la vida”, de ahí que entrando al ring, con el primer intercambio de golpes, le dice al Ram que no recordaba lo divertido que era la lucha, aunque se cuida de advertirle que los golpes deben ser más suaves, más calculados.

Es una película pornográfica, donde los cuerpos, la carne, el sudor y la sangre lo ponen los luchadores; son ellos los que deben “cuidar” de su cuerpo y sus músculos para su público, cuyo agradecimiento se manifiesta en la ovación del éxtasis y el orgasmo de la sangre, las sillas destruidas, los alambres de púas y hasta la prótesis de una pierna; son ellos los que celebran sus cuerpos, alegrándose sinceramente por las dimensiones de sus bíceps que exigen sean exhibidos y modelados mucho más que en el club de striptease, donde los clientes saben a qué atenerse: cuerpos mustios e impersonales. Porno en los primeros planos de los cuerpos lacerados, cortados, sobre una gran cama de lona donde el sudor se confunde con la sangre y se sirven de toda clase de adminículos dignos de sexshop o del rodaje de una película porno triple x que roza con el gore, y los espectadores siempre exigiendo más, más, porque pagaron por eso y cualquier cosa menos sería perder el dinero. Primeros planos como la piel avejentada y arrugada de las nalgas de Randy, cansada, aunque dispuesta, como una puta, a recibir la aguja que inyecta la fuerza y el volumen, o como las uñas blancuzcas y sobrecargadas de los dedos de las manos; primeros planos que el director ya había trabajado en películas anteriores como el pinchazo sobre la costra que dejaron otros pinchazos en el brazo del protagonista de “Réquiem por un sueño”, o como el taladro que busca la cien en la cabeza del protagonista de “Pi, el orden del caos”. 

En los improvisados camerinos, antes de cada enfrentamiento, los luchadores pactan los pormenores de su pelea, los movimientos, los gestos, las actitudes que esperan se traduzcan en emociones desbordadas para el público que piensa, que sabe que todo es una farsa, todo está calculado y no se hacen daño, y de esa manera se justifican por estar ahí y disfrutarlo tanto. ¿Todo es una farsa, verdad?, le pregunta la bailarina a Randy refiriéndose a las peleas, y es como si entráramos al set de grabación de una película porno después de una orgía y le preguntáramos a la mujer, o al hombre, en suma al cuerpo tirado en la mitad de todo aquel caos que resuma sexo, sudor y hasta lágrimas, e interrumpiéramos el descanso merecido de la carne abierta, saturada, cansada y débil, y preguntáramos: ¿todo es una farsa, verdad? (De hecho es tanta la cercanía que algunos de los luchadores bien pueden ser actores de películas porno; su cuerpo, que a la larga es el único requisito de entrada, bueno, el cuerpo y el aguante, es, debe ser, idéntico).

Toda la historia de Randy, toda la película nos lleva al encuentro final, cuando después de todos los golpes él, con dificultad, sube una a una las cuerdas para llegar a la cima y, a pesar de todo o a propósito de todo, se lanza en espectacular acrobacia hacia el vacío y hacia la muerte. La gran ironía será que con ese gesto, seguramente, Randy “The Ram” Robinson podrá dejar el anonimato y volver a ser el centro de atención por unas horas, por unos días, en titulares de publicaciones especializadas o fugases segundos en un noticiero deportivo: “Luchador de los 80 muere en el cuadrilátero”, como Cobain, exactamente como Cobain. Nada ha creado tantos mártires desde la década de los 60 como la sombra de la normalidad. Y llegados a este punto hay que hablar del diálogo en el bar entre el luchador y la bailarina. Se han encontrado en la ciudad para ir a comprar el regalo de la hija de Randy (la historia de la hija tiene ciertas exageraciones innecesarias: que sea lesbiana, seguramente como respuesta a la ausencia del padre; que su pareja sea una mujer negra, lo que ya es el colmo de la exageración, aunque como contrapunto tiene detalles muy sutiles como, por ejemplo, el juego de Nintendo, que fue creado exclusivamente para la película, y mientras lo juega con un niño del vecindario éste le cuenta sobre el último juego de la última consola, que está muy bueno y que recrea la Guerra de Irak, ya no la Segunda Guerra Mundial, y donde “uno puede ser lo que quiera”), se encuentran en plena mañana y Randy la recibe con un cumplido bastante torpe y bastante cruel: “estás muy limpia”, le dice, y se corrige infructuosamente, “quiero decir, estás muy bella”. Ella entiende toda la situación, qué quiso decir con lo de limpia y porqué lo dijo. Tras la doble compra: del saco ochentero de preparatoria con la S gigante que resalta, lo que es difícil, entre el verde fosforescente, y la chaqueta más sofisticada y “moderna” para el invierno, salen a tomar una cerveza, que al final será apurada por ella casi con desesperación para poder huir. Él baila para ella al ritmo acompasado de una de las tantas bandas glam de los 80 (Guns and Roses, Montley Crue, Def Leppard…); ¿qué tenía de malo divertirse?, ¿por qué Cobain llegó a arruinarlo todo con su tristeza y su desesperación?, ¿por qué tuve que dejar la cima? Ella nunca estuvo allí, por eso es más fácil para ella resignarse o apostar por otra cosa, un proyecto de vida más normal pero también bastante costoso. Se tranzan en un beso apasionado y muy bello, pero ella debe irse, no puede confundir los clientes con su vida privada, el negocio con su familia; para él, como lo dirá en el discurso final, no hay nada más real que los clientes, que el público, ellos son su familia y por ellos dejará la vida en el cuadrilátero.

Cuando toda la película se ha perfilado, desde la perspectiva de Randy, de ahí el uso de las cámaras subjetivas a la manera del documental, en la idea que tiene de sí mismo como una buena persona, o al menos de que quiere cambiar, recuperar a su hija y organizar una vida con la bailarina, sin importar que eso signifique ser padre para el hijo de ella, Aronofski nos da una bofetada y nos muestra al Randy mortal, no un santo, follando con una joven, adoradora de cuerpos de gimnasio, y lo que vemos es su espalda y su reflejo en el espejo mientras le propina sendos envistes a su ocasional amante, que tiene la edad de la hija; como un adolescente, despierta en una cama extraña y huye en la mañana hacia su remolque, donde antes de dormir sonríe por lo que cree que es una buena noche. Con el despertar, en la noche, llega la culpa. Olvidó la cita para cenar con su hija y ya es muy tarde, ha arruinado la última oportunidad para intentar recuperar su relación; ella lo recibe con golpes e insultos para terminar por calmarse y descubrir que prefiere olvidarlo; no lo ama, no lo odia, ni siquiera le tiene afecto: es el olvido total. Randy llora, como ha llorado en muchos momentos de la película y aquí se muestra el contraste atroz entre un cuerpo todavía fuerte y los gestos bruscos y torpes del macho, con las emociones incontenibles del que se sabe solo y prefiere buscar su final.

Decide participar de la pelea conmemorativa; se ha herido en el supermercado haciendo de éste un ring de pelea, ha dejado atrás a Robin y llegará con Randy “The Ram” Robinson hasta el final. Tras la conversación con la bailarina, que ha dejado atrás su vida artística, su vida falsa, Randy decide hacer lo mismo, dejar atrás la vida falsa fuera de los cuadriláteros. Entra en escena con “Sweet child on mine” de los Guns and Roses, que nunca sonaron tan tristes, y tomando el micrófono le declara al público su resolución y les anuncia su sacrificio, allí, por ellos y para ellos, a cambio, tal vez, de un fugaz momento de recordación. “Cuando vives duro y juegas duro y prendes la vela por ambos lados tienes que pagar el precio… En esta vida puedes perder todo lo que amas y todo lo que te ama. Ustedes son mi familia”, dice con lágrimas en los ojos y empieza el entretenimiento, la muerte. Intercambio de golpes casi como rutina y después de un rato el Ayatollah pide que se dé por terminado este paréntesis en su vida; Randy está por colapsar. Se cuida de dejar al otro en la posición indicada, justo en medio de la lona y llega lo que nadie creería ver pero todos secretamente esperaban: el gran movimiento de Randy, el Ram. Sube las cuerdas con dificultad, mira a lo lejos el recuadro donde no debería estar la bailarina, y no está, se ha ido, andará en camino a Trenton y así es como debe ser. En la parte más alta sus piernas tiemblan y con esfuerzo logra erguirse; está de nuevo en la cima y nadie puede acompañarlo. Randy no cae, se lanza.

2 comentarios:

  1. Apreciados amigos:
    Para los cinéfilos, como es mi caso y el de otros muchos compañeros de generación, es una experiencia placentera y aportadora la aparición de Cahiers de DVD. El cine es muchas cosas a la vez: entretenimiento de masas, narrativa audiovisual, lenguaje planetario, documento de época, interrogación del mundo y de la vida. El “cinematógrafo” (vocablo que utilizaba Luis Vidales, en su libro de poesía “vanguardista” Suenan timbres, en 1926), hace parte del depósito de imágenes de cada vez más sociedades en el planeta, desde los años 20 del siglo anterior. Ha contribuido a conformar juicios y prejuicios colectivos; a visibilizar o invisibilizar, a exaltar o denigrar, personajes, comportamientos y tipos humanos. Vayan pues mis sinceras felicitaciones a ustedes y mis votos porque este órgano virtual, tenga continuidad y proyección.
    En buena hora evocan Cahier du cinema. Esta revista tuvo un público más restringido en una país periférico como Colombia, que en Francia. Pero fue leída y citada con interés por una élite académica e intelectual, que deseaba hacer crítica cultural, en varios casos contracultural (cuestionando sus propios privilegios) y que valorizaba al cine como un género artístico-mediático central en lo que se denominaba entonces “sociedad de masas”, “capitalismo tardío” o “sociedad postindustrial”.
    En las décadas de los sesenta y setenta, venga un testimonio generacional, los Cine-clubes eran espacios privilegiados para ver y discutir sobre lo que comenzaba a denominarse el cine-arte, realizándose ellos en universidades, colegios y centros culturales, para desarrollar ciclos de directores, de diferentes países del mundo; de temáticas de interés público; de series de películas nacionales, que contaban con una asistencia considerable.
    Nuestra cultura cinematográfica posee una deuda inolvidable con estos cine-clubes, en varios casos centros de agitado y pasional debate artístico, intelectual, político y acerca de la vida cotidiana, en consonancia con una generación romántica, desmesurada, a veces dogmática e ideologizada. En estos lugares de sociabilidad cultural, podíamos ver y discutir acerca de películas que ya habían salido de cartelera, o que no habían estado en ella. Recuerdo el Cine-club Ocho y medio, en la Facultad de Ciencias Humanas de la U.N, a finales de los años sesentas, que oscilaba entre los directores italianos de vanguardia y el realismo social. Eran las tensiones e interrelaciones, en la época, entre modernización cultural y radicalismo político. También evoco el Cine-club Colombia, con un público diferente, del conocido crítico Hernando Salcedo Silva, uno de los creadores de la crítica cinematográfica en Colombia.
    El formato en papel, agrega nuevos lectores a su revista. Excelentes los dibujos!
    Acerca del tema que eligen para este número del blog: la decadencia, pienso que a nivel social, esta circunstancia ha sido una sensación que ha acompañado muchos períodos históricos. Eurípides hablaba de la “decadencia” de la democracia ateniense, los romanos de la “decadencia” de la República. Pero el problema en estos tiempos desencantados es que ya no podemos refugiarnos, como lo hicieron tantas sociedades antes, en un >>regreso>> a un paraíso perdido, a una “edad de oro”, ni en el arribo a la >>Tierra prometida>>, a la utopía. Más que compararnos con otras épocas, quizás nuestro cometido es mirar de frente el rostro de nuestra época, sin exaltaciones, ni quejas. Comprender y actuar.
    Sobre la decadencia individual, es una paradoja que el >>fracaso>> de muchos artistas y personajes públicos, sea la condición para pasar a la posteridad, para construir su propio mito, para establecer su >>triunfo<< póstumo. Parece importar más la vida que la obra. Y la vena melodramática de nuestros tiempos, el voyerista que anida en todos nosotros, nos lleva a recordar más las situaciones truculentas y trágicas de una vida, que el disfrute y conocimiento de una obra.

    Un saludo de Jaime Eduardo Jaramillo

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  2. Dato curioso: la anciana a quien por primera vez atiende Randy en el supermecado (2008), es la misma anciana judía que, también de compras en un supermercado, motiva a Harvey Pekar para comenzar con sus guiones en American Splendor (2003). Y aún más, aparece en Crimes and Misdemeanors en 1989 (20 años más joven!!), haciendo parte de la familia judía a quien Judah pide consejo. Su nombre es... Sylvia Kauders.

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