10 de agosto de 2011

Fat City (John Huston)




“¡Nos vemos en Stockton!” 
David García

Estaba escribiendo un texto sobre “Fat City”, la película dirigida por el gran John Huston a principios de la década de 1970, y el texto iba más o menos así…

“Aunque “Fat city” trata la historia de dos boxeadores, uno viejo y uno joven, en todo caso boxeadores perdedores, como decía Roberto Bolaño que debían ser los verdaderos boxeadores, en el fondo no es una película sobre boxeo, sino la historia de una ciudad donde todo y todos, sin importar lo que hagan, están marcados con el sino de la derrota: Stockton. Una ciudad donde se reparten consejos, y de entre todos los consejos el más importante: hay que irse, ¡huir!, y todos lo repiten hasta el cansancio. Una ciudad donde cada quien tiene conciencia del momento exacto en el que su vida se echó a perder, porque se les ha ido la vida pensado y dándole vueltas a ese momento (“Si no hubiera perdido esa pelea”, “Si hubiera ganado el campeonato”, en fin, “si esto o si aquello”…). Una ciudad donde el tiempo no significa nada y el dilema de la edad se resuelve fácilmente: se es viejo o se es joven, punto. Para los jóvenes aún queda alguna oportunidad de ganar una mano y largarse; si se es viejo todo está perdido y sólo resta esperar. 

Se dice que Huston quería a Marlon Brando en el papel del boxeador viejo, —recuérdese que ya había hecho de boxeador joven, también perdedor, en “On the Waterfront” (1954), de Elia Kazan—, pero Brando lo dudó demasiado y Huston se decidió por Stacy Keach, que ese mismo año, 1972, actuó en otra película de Huston, el extraño western “The Life and Times of Judge Roy Bean”. A propósito de esto, cabe señalar que la forma como fueron traducidos los títulos de las dos películas trasciende por completo el tema del boxeo y nos dice mucho de sus respectivas épocas (los cincuenta y los setenta). La de Kazan, que es la de los cincuenta, se tradujo sin miramientos como “Nido de ratas”; no tiene vuelta, la imagen es clara y explícita. Una de las ratas es, precisamente, un boxeador que sabe el momento exacto en que todo se echó a perder, pues a la menor oportunidad rememora su derrota definitiva, tras la cual nunca pudo levantarse. Por el contrario, el título de la película de Huston denota ironía y es, si se quiere, un gesto descarnado y tal vez mezquino, una broma de mal gusto: “Ciudad dorada” (¡!). Así eran los setenta. 

En “Fat City” Huston no se permite casi ninguna sutileza ni ningún adorno complaciente, de allí la economía en los diálogos y el lenguaje visual; el interés era, a fin de cuentas, dar rienda suelta a su vieja obsesión por la decadencia pura y dura. Sin embargo, en mi opinión, Huston se despacha con una de las escenas finales más bellas y contundentes de la historia del cine, la del espejo…” 

[…] 

De pronto recordé que en alguna parte había leído todo lo que se puede decir sobre esta película y entonces decidí dejar de escribir y empezar a transcribir. El que habla es Roberto Bolaño, “un chileno perdido en Europa que estaría fumando con los ojos nublados de humo”, pero no el Bolaño muerto en 2003, sino el personaje de “Soldados de Salamina”, la novela de Javier Cercas publicada en 2001: 

“Antes de colgar Miralles me pidió que le diera recuerdos a Bolaño. “Dígale que nos vemos en Stockton”, dijo. "¿Dónde?", pregunté. "En Stockton", repitió. "Dígaselo: él lo entenderá” 

[…] 

— ¿Qué significa? 

— ¿Lo de Stockton? 

Tras una pausa Bolaño contestó a la pregunta con otra pregunta: 

— ¿Has visto Fat City? —Dije que sí—. A Miralles le gustaba mucho el cine —continuó Bolaño—. Lo veía en la tele que instalaba bajo la marquesina de su rulot; algunas veces iba a Castelldefells y en una tarde se tragaba tres películas, la cartelera entera, le daba lo mismo lo que pusieran. Yo aprovechaba mis pocos días libres para ir a Barcelona, pero una vez me lo encontré en el paseo de Castelldefells, nos tomamos una horchata juntos y luego me propuso acompañarle al cine; como no tenía nada mejor que hacer, le acompañé. Ahora puede parecer mentira que en un pueblo de veraneo pusieran una película de Huston, pero entonces pasaban esas cosas. ¿Sabes lo que significa Fat City? Algo así como Una ciudad de oportunidades, o Una ciudad fantástica o, mejor aún, ¡Menuda ciudad! ¡Pues menudo sarcasmo! Porque Stockton, que es la ciudad de la película, es una ciudad atroz, donde no hay oportunidades para nadie, salvo para el fracaso. Para el más absoluto y total fracaso, en realidad. Es curioso: en casi todas las películas de boxeadores lo que se cuenta es la historia de la ascensión y caída del protagonista, de cómo alcanza el éxito y luego llega al fracaso y al olvido; aquí no: en Fat City ninguno de los dos protagonistas —un viejo boxeador y un boxeador joven— vislumbra siquiera la posibilidad del éxito, ni ninguno de los que los rodean, como ese viejo y acabado boxeador mexicano, no sé si te acuerdas de él, que orina sangre antes de subir al ring, y que entra y sale solo del estadio, casi a oscuras. Bueno, pues esa noche, al terminar la película, fuimos a un bar y nos sentamos a la barra y pedimos cerveza y estuvimos allí charlando y bebiendo hasta muy tarde, frente a un gran espejo que nos reflejaba y reflejaba el bar, igual que los dos boxeadores de Stockton al final de Fat City, y yo creo que fue esa coincidencia y las cervezas los que hicieron que Miralles dijera en algún momento que nosotros íbamos a acabar igual, fracasados y solos y medio sonados en una ciudad atroz, orinando sangre antes de salir al ring para pelear a muerte con nuestra propia sombra en un estadio vacío. Miralles no dijo eso, claro, las palabras las pongo yo ahora, pero dijo algo parecido. Esa noche nos reímos mucho y cuando llegamos ya de madrugada al cámping y vimos que todo el mundo estaba durmiendo y que el bar estaba cerrado seguimos charlando y riéndonos con esa risa floja que le da a la gente en los entierros o en sitios así, ya sabes, y cuando ya nos habíamos despedido y yo me iba ya para mi tienda, dando tumbos en la oscuridad, Miralles me chistó y me volví y lo vi, gordo e iluminado por la luz escasa de una farola, erguido y con el puño en alto, y, antes de que estallara de nuevo su risa reprimida, le oí susurrar en el silencio dormido del cámping: «¡Bolaño, nos vemos en Stockton!». Y a partir de aquel día, cada vez que nos despedíamos hasta la mañana siguiente o hasta el siguiente verano, Miralles añadía siempre: «¡Nos vemos en Stockton!»”. 

(Javier Marías – “Soldados de Salamina”)

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