10 de agosto de 2011

Rocky (John Alvidser)


Rocky 
Vladimir Caraballo

La violencia, más que nada, siempre estará por fuera; real y radicalmente por fuera. Siempre condenable, siempre incomprensible, siempre escalofriante, fiel representante del desorden, del caos. Pero también, y sobre todo, siempre distinta, siempre retadora, siempre renovada, siempre sorprendente. Al lado de tantos intentos de decir cosas nuevas, de hacer cosas nuevas, de distinguirse, de rebelarse, de fugarse, de salirse, de revolucionar, la violencia sencillamente ha nacido por fuera; y es esa naturaleza la que le permite, como a nada más, mostrar los límites de la moral, los límites del orden; le permite desnudar nuestros miedos, nuestros deseos, nuestros valores, nuestras mentiras, nuestros instintos, nuestras formas de razonar. Así como diría alguien acerca de las peleas de gallos -viéndolas no hacemos más que vernos a nosotros mismos-, ver boxeo es presenciar un espectáculo en donde unos cuantos desgraciados se sacrifican para representar una tragedia acerca de la humanidad. Pero al grano: Rocky, de John Alvidser, 1976. 

La película es un claro ejemplo de los extraños tránsitos de los productores culturales en la industria del cine y del consumo en general. Con los años, Rocky terminó reduciéndose a la película que lanzó a Sylvester Stallone al estrellato, a una película sobre boxeo, una película de acción, y por mucho, una película sobre la redención de los pobres. Sin embargo, posee componentes importantísimos de una buena tragedia, del distanciamiento burlesco frente a la idea del triunfo/fracaso y de un posicionamiento retador frente al espectador. Ahora, puedo decir tranquilamente que Rocky hace parte de dos corrientes de importancia vital en la historia del cine dedicado a contar, de múltiples maneras, las paradojas de la modernidad: los dilemas del american way of life de un lado, y los personajes cuya posibilidad de alcanzar dicho sueño está cifrada exclusivamente en su cuerpo, en lo que un cuerpo fuerte o bello pueda hacer y representar ante un público cada vez más morboso e indiferente, de otro. Rocky combina estas dos cosas en la historia de un boxeador italiano inmigrante en Estados Unidos, tímido, torpe, introvertido y fracasado en medio de una historia de amor con una chica más tímida y ensimismada que él. 

Y es que, al menos en su primera versión, Rocky nunca gana; a pesar de que se le presenta la gran oportunidad y de que decide no dejarla pasar, nunca la entiende como el camino final al triunfo o a la derrota. No se trata de una historia de redención en recompensa de una vida llena de sufrimientos; no se trata de una moraleja sobre todo lo que puedes lograr si te esfuerzas lo suficiente… just do it!; no se trata de una lección para decidirse a “coger la vida por los cuernos”; no se trata de autosuperación, a pesar de que haya sido esa la herencia de la película (por culpa del mismo Stallone, de los productores –que rectoraron partes que hacían la historia más triste y trágica–, y del mismo director, que luego se acomodaría con historias como Karate Kid). Pero tampoco se trata de fracaso: la oportunidad que se le presenta a Rocky, la pelea con Apollo, el campeón, no es interpretada por él como lo que siempre había estado esperando para salir del fondo y triunfar; Rocky, al contrario, decide no recorrer el camino en el que vences o te vencen, en el que triunfas o fracasas; ha dado un paso al lado para alejarse de ello, para alejarse y sobre todo para burlarse, aunque quizás sin darse cuenta, de todos nosotros. 

Se trata de una especie de lección (seguramente no pensada por Stallone, los productores o el director) para el espectador: mientras nosotros seguimos esperando el veredicto final de la pelea, Rocky ya no está ahí, se ha ido, se ha ido en un grito buscando a su novia, está en otro lado, está dándole la espalda al jurado, al público y a nosotros. Mientras mantenemos la expectativa y cruzamos los dedos para escuchar: “and the winner is… Rocky!” y nos imaginamos al público eufórico ovacionándolo, redimiéndolo, ¡¡como si redimiéndolo a él nos estuviese redimiendo a nosotros mismos!!, Rocky, el héroe, está lejos de ahí, ha renunciado a todo, a todos. Dando la espalda Rocky ha entendido todo; nosotros, que seguimos de frente a la pantalla, al espectáculo y con los ojos más que abiertos, somos los que seguimos sin enterarnos de nada; como espectadores, continuamos ahí, en el camino trazado de antemano; no logramos escapar a la trampa que nos hace anhelar que la pantalla nos lleve de la mano a presenciar el triunfo de los débiles y, con ellos, del nuestro propio. Rocky ha escapado a la trampa, mientras nosotros no podemos evitar sentir el fracaso, el fracaso de alguien que ya no está y a quien ni siquiera le importa, pero peor aún, la sensación de nuestro propio fracaso.

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