17 de mayo de 2010

Confesión a Laura (Jaime Osorio), La estrategia del caracol (Sergio Cabrera)



Dos formas de entrar y salir del centro
(David García)

Si hiciéramos una suerte de geografía cultural de Bogotá a partir de las zonas que han sido más referenciadas y evocadas en películas, canciones, novelas, cuentos y leyendas (urbanas y de las otras), indiscutiblemente muchas de las rutas que han trazado directores, músicos, escritores o poetas de todos los calibres, nos llevarían al centro de la ciudad. Cada quien hará su propio ejercicio de memoria, sin embargo, aquí van algunas películas de las que me acuerdo ahora: Confesión a Laura (1990), La estrategia del caracol (1993), La gente de la universal (1993), Soplo de vida (1999) y La sombra del caminante (2004). “El centro” se ofrece o se impone como sujeto/objeto de representación, por ello es recurrente en la producción cultural de Bogotá, algunas veces como escenario que da forma y determina las acciones de los personajes, o simplemente como su telón de fondo, y en otras es, sin lugar a dudas, el protagonista, o el antagonista, actor principal a cuyo monólogo asistimos. Este centro que se ha escrito, cantado o representado es, sin embargo, un centro extendido o descentrado, no “exclusivamente” el centro histórico del mapa turístico, el que traza círculos concéntricos y trayectos limpios en torno a la Plaza de Bolívar y sus notables y nobles alrededores. Alejados de la geografía oficial, los recorridos que se pueden hacer en el centro se caracterizan por los desvíos, los cruces, los pasajes, los callejones y las contravías; como el Aleph de Borges, el centro es un punto de convergencias e intersecciones, un espacio material y simbólico atravesado por muchos ejes temporales, culturales y sociales al cual llegan, y del cual salen, muchas de las formas culturales que están contando la ciudad.

Varias de las historias que hacen la geografía y la historia cultural de Bogotá, y que no encuentran lugar en la Historia (con mayúscula), han sido objeto/sujeto de algunas de las producciones más emblemáticas del cine colombiano. En este texto voy a referirme, precisamente, a las dos primeras películas que enlisté arriba: Confesión a Laura, de Jaime Osorio (1990) y La estrategia del caracol, de Sergio Cabrera (1993); en particular, he querido concentrarme en dos aspectos que subyacen a las dos y que, a mi juicio, ofrecen una nueva “entrada” a las mismas. Primero, la manera como el centro atrae y repele, integra y expulsa, erigiéndose así como un escenario paradigmático de las tendencias demográficas del país en diferentes momentos, aunque bien pensado “tendencias demográficas” no es más que un eufemismo para referirse a los múltiples desplazamientos (forzado o voluntario, del campo a la ciudad o al interior mismo de ésta, del sur al norte o del norte al sur, pasando siempre, o volviendo siempre, al centro). Segundo, el trasfondo más bien dramático en el que se desarrollan ambas historias, y es que las dos películas se instalan a medio camino entre la tragedia y la comedia, y si bien en ambos casos el final parece “feliz”, la realidad puede ser muy otra; de allí que, al menos en mi caso, la sensación que queda con estas películas es algo así como si después de recibir un puñetazo uno diera la espalda y se alejara con una sonrisa triste.

El centro: lugar de tránsito eterno

Aunque no es poco, a primera vista Confesión a Laura y La estrategia del caracol sólo tienen en común el que sus historias se desarrollen en el centro de Bogotá, esto no quiere decir que hayan sido rodadas allí, pues si bien en La estrategia vemos cada tanto la Plaza de Bolívar y los alrededores de la Casa de Nariño que es donde está, ay, “la Casa Uribe”, Confesión fue rodada en La Habana, lo que no deja de ser extraño si se piensa que casi toda la acción tiene lugar en interiores. El marco espacial es el mismo, no así el temporal, pues mientras una de las historias se desarrolla un día después del asesinato de Gaitán (¡el día del cumpleaños de Laura!), la otra se inscribe en los años 80; más de cuarenta años las separan, pero ¿y si hubiera una conexión orgánica entre los tiempos de las películas?, ¿y si una es el germen de la otra? Sí, el desalojo de la Casa Uribe es resultado de todo lo que desencadenó el 9 de abril y el periodo de la violencia bipartidista (véase en este CAHIERS el artículo sobre Cóndores no entierran todos los días); así, cuando Santiago, el protagonista de Confesión, sale, los inquilinos de la Casa Uribe empiezan a llegar. 

Digamos para empezar que ambas historias son muy “sencillas”, sencillas como muchas de las historias del centro que de tan sencillas parecen irreales. Santiago, funcionario público débil de carácter, por exigencia de su esposa, una matrona obsesionada con las buenas maneras propias de cierto sector de la sociedad bogotana de los 40, debe llevar una torta de cumpleaños a Laura, la vecina de enfrente… sencillo. El día y el lugar, sin embargo, no son los más indicados para tal empresa. El lugar es el centro de Bogotá y el día es el 10 de abril de 1948; acaban de matar a Gaitán y las personas de traje y corbata se confunden con “esa gente de ruana” que ahora anda hasta en los tejados disparando a todo el que se mueva; peones de un ajedrez que desde ese momento dejó definitivamente el blanco y negro y se tornó azul y rojo, bicolor al fin y al cabo, inauguró un daltonismo violento como ninguno. Para seguir con la metáfora, ese día el país descubrió el color, como bien lo recuerda el elocuente movimiento de cámara del principio de la película que desde la calle, con imágenes de archivo en blanco y negro, trepa hasta el apartamento y en el momento de entrar por la ventana, al tiempo que se escuchan las noticias del caos y la violencia en la radio, la pantalla se inunda de color y así se nos insinúa el cambio en la vida de los personajes y del país. Finalmente Santiago atraviesa la calle hasta el apartamento de Laura, en donde se verán obligados a atrincherarse pues tratar de volver a su casa, a su esposa y a su vida, es el suicidio. 

Cerca del apartamento de Laura está la Casa Uribe, una de esas casonas imponentes que hasta mediados del siglo XX alojó a “la gente divinamente”, pero, como dice el doctor Holguín, flamante dueño de varias propiedades en el centro de Bogotá, “desde lo de Gaitán la gente decente que quería venirse un poco más al norte aprovechó la confusión y dejaron prácticamente abandonadas esas casas que terminaron en verdaderas guaridas del hampa”; guaridas del hampa y/o inquilinatos, únicas moradas posibles para obreros, prostitutas y muchos de los desplazados que desde entonces no han parado de llegar a la ciudad, como el culebrero-narrador de La estrategia, quien llega a Bogotá tras huir de Santa Sofía del Darién. 

La historia de la Casa Uribe, como la historia del centro, tiene diferentes etapas que se definen en relación a los habitantes que en cada momento llegan y a los que salen (es decir por desplazamientos), y a una dialéctica permanente entre valorización y desvalorización (como pieza de arquitectura, como patrimonio nacional, como activo financiero, como “simple” vivienda para algunos). Como se colige de Confesión, una primera etapa inicia con el 9 de abril de 1948 y se caracteriza por una extraña tendencia en la cual mientras muchas personas dejan el campo y se toman el centro, otro sector social, urbanita por excelencia, se desplaza hacia el norte (un poco como Santiago), llegando incluso a tomar posesión de algunas montañas y zonas rurales colindantes con la ciudad: los del campo al centro y los del centro al campo. La segunda etapa es registrada en pleno por La estrategia, que por lo demás está basada en una historia real; se trata del momento en que el centro empieza a cotizarse y por ende a hacerse escaso, los inquilinos de décadas que no se desplazan hacia las periferias de la ciudad (cinturones de miseria), se atrincherarán en sus moradas esperando poder quedarse ya sea por las vías de hecho o por las argucias legales (nótese que en las dos películas hay atrincheramientos: el de La Pajarera en La estrategia, y el de Santiago y Laura en Confesión). Los habitantes cambian, los propietarios no, y así el doctor Holguín vuelve a reclamar lo suyo, bien para reinstalarse o bien para hacer negocio, después de todo “los bancos también hacen patria”. Hasta aquí va la película, pero la historia de las Casas Uribe sigue, y también la progresión de desalojos que va minando la resistencia y la imaginación de los sectores subalternos. Hoy el metro cuadrado en el centro es uno de los más caros de la ciudad, y es que vivir en una zona tan inspiradora y con tanta historia cuesta, esta última etapa es la de la conservación y recuperación del centro histórico, y aquí la única estrategia que vale es la de conservar el estilo y pintar las fachadas de las casas según la vieja usanza. Esto último fue, precisamente, lo que hicieron los habitantes de la Casa Uribe antes de “entregarla”, la pintaron; en adelante habrá que estar atentos al caminar por el centro, en una de esas se vuelve común leer en las paredes: “Ahí le dejamos su hijueputa casa pintada”.

La dignidad del hombre que fuma

Al tiempo que retrata la “injusticia de la justicia”, La estrategia recrea una época en que no le faltaba estrategia a la clase inquilinal (inducida en parte por movimientos de izquierda que acompañaron algunas tomas e invasiones en ciertas zonas de la ciudad); sin embargo, la historia va más allá y trasciende la puesta en escena barroca y saturada de personajes como Gustavo Calle, quien en el marco de la acertada estrategia narrativa de la película es el encargado de contar “la legendaria gesta del desalojo de la casa Uribe”, y es que la estrategia de Sergio Cabrera delata cómo una victoria magistral a la postre resultará pírrica, pues sus protagonistas serán, nuevamente, desalojados. Sin embargo, para ellos lejos está pensar que tal heroísmo fue en vano, ¿entonces para qué?, ¡pues por dignidad!, "¿para qué le sirve a usted la dignidad?”.

De alguna manera dignidad es también lo que reclama Santiago en Confesión: la dignidad de ser un hombre que toma decisiones y da forma a su propia vida, ser lo que siempre quiso ser y no había podido, y ahí está la esposa para culparla, ella es una sociedad que se blinda con las apariencias, la que en público celebra y afirma la autoridad del hombre mientas éste, a manera de chascarrillo, acepta que “en la casa la que manda es la mujer”. Como en Pleasantville (1998), aquí también se le otorga al color un poder revelador y redentor, el despertar a lo nuevo, a lo siempre deseado, y así Santiago, escudado por la calle que lo separa de su esposa, empieza a pensar en la posibilidad de esa otra vida, marcada por la aventura y el respeto. En un momento genial de la película, Santiago interpreta el papel de “el hombre que fuma” para Laura, ella lo celebra y lo insta a más, el papel no es nuevo para Santiago, lo suele ensayar en la calle, ante gente que no lo conoce, y Santiago asume una actitud de gallardía, envalentona la mirada e inclina el rostro, gestos en primer plano que delatan el cambio que está operando en él y para el cual tan sólo hizo falta un 9 de abril, un Bogotazo… A todo esto, de afuera no se sabe sino lo que dicen en la radio y lo que se escucha por la ventana; las imágenes de exteriores son tomadas desde la perspectiva de la ventana, desde arriba, y así es como se sabe que “algo grave está pasando”. La metáfora no puede ser más poderosa, afuera el país atraviesa uno de sus momentos más determinantes, adentro Santiago y Laura cantan tango y beben brandy; lejos del juicio moral, asistimos a una muestra minimalista de cómo la vida privada se superpone a una vida pública turbia y agitada, coexisten, y ésta es la estrategia de supervivencia obligada para la mayoría.

Finalmente, el sino dramático que comparten ambas historias se insinúa en otras dos situaciones importantes que hacen más marcado el paralelo entre estas películas. De un lado, la manera como la solterona de los años 40 (Laura) y la prostituta de los 80 (Gabriela), se sacrifican a nombre de la causa (¡y en los dos casos el sacrificio pasa por el sexo!); a ambas su condición de parias les sirve, se supone, para ser más resistentes al escarnio y el juicio social, por ello mientras Gabriela seduce al abogado viéndose obligada a volver a su antigua vida, Laura ayuda Santiago a iniciar una nueva vida solo, y ni siquiera pasa por su cabeza la posibilidad de su propia salvación, y es que a estas alturas, para una mujer soltera que tuvo sexo con un hombre casado, es casi imposible. De otro lado está la huída, casi exacta, del centro: el día en que se consuma el desalojo de la Casa Uribe, “el perro Romero” renuncia públicamente a ser el abogado defensor y se aleja del lugar con una sonrisa socarrona que sólo ve el espectador, ha llegado el momento de dejar el centro y reunirse con todos en el nuevo lote; por su parte, Santiago se escapa por entre pasadizos y calles angostas al caer la mañana, su esposa lo da por muerto y él, al alejarse y darle la espalda, renace en el anonimato, lo que se ratifica con la acertada decisión de la toma final en donde la cámara lo sigue desde atrás y nunca le muestra el rostro, sin embargo, sí se ve cómo expulsa el humo mientras camina, y así todos sabemos que el que va es “el hombre que fuma”.

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