21 de marzo de 2011

The duellists (Ridley Scott)

La vorágine del honor 
(Mauricio Montenegro)

¿Por qué me gusta TANTO esta película? Ridley Scott no es precisamente mi director preferido, y está muy lejos de serlo. Apenas dos años después de Los Duelistas dirigió Alien (1979), y puede decirse con seguridad que fue esta segunda película la que definió su carrera, su estilo, sus intereses. Efectivamente, Scott se concentró un tiempo en la ciencia ficción (Blade Runner, 1982), un género que nunca me ha gustado, y pasó luego a la épica (Gladiador, 2000) con resultados lobísimos. Es casi imposible encontrar rastros de Los Duelistas en su posterior carrera como director, más allá de la aparición de Harvey Keitel en Thelma y Louise (1991). Ha dirigido bodrios terribles con Russell Crowe (A Good Year, 2006), un actor al que ha creído “descubrir” y con el que ha hecho películas cada vez peores. En cambio no volvió a trabajar nunca con Keith Carradine, cuya actuación en Los Duelistas es sobresaliente. Antes de dirigir Los Duelistas no había hecho más que comerciales y un par de series para la televisión, puede decirse que más que nada para sobrevivir; no se adivina ningún interés estilístico particular en esa producción heterogénea. Más aún, la idea original para su primer largometraje no tenía nada que ver con Los Duelistas: quería hacer un western, pero el presupuesto se lo impidió siempre. 

El origen de Los Duelistas no tiene nada que ver con su voluntad: le pidieron que dirigiera una adaptación del libro de Conrad para la televisión francesa, se supone que debía durar una hora; el proyecto funcionó mejor de lo que se creía y los productores decidieron invertir un poco más para hacer un largometraje, de modo que a Scott se le presentaba su primera oportunidad de dirigir para la pantalla grande. Y lo hizo. Pero no es que la historia de Conrad lo obsesionara desde su juventud, o que los temas detrás de Los Duelistas le interesaran demasiado, como puede deducirse de su carrera posterior. En fin, se ve que mi gusto por Los Duelistas no tiene nada que ver con Scott, y sin embargo me pregunto, cada vez que veo de nuevo la película, cómo un director capaz de tomar decisiones de edición, camarografía, iluminación, guión, incluso casting, tan acertadas y por momentos geniales, puede ser un mal director, o siquiera un director mediocre. Misterio.

En todo caso, es más misterioso aún mi gusto desmedido por la película. A nadie más le gusta, al menos de un modo tan eufórico; la he visto ya varias veces con otras personas y todas terminan aburridas, desinteresadas, incluso dormidas. Claro que esto es algo que me pasa con mis otras películas favoritas, como The Thin Red Line (1998) de Terrence Malick: los demás soportan con cierta resignación las tres horas largas de la película y hacen algún vago comentario elogioso al final. Pero a mí simplemente me deja sin palabras, me corta la respiración. En fin, volviendo a Los Duelistas, a mí mismo me ha costado encontrar las razones por las que me gusta tanto. Precisamente estoy intentando en este texto explicar y explicarme eso.

En primer lugar diría, ahora que acabo de verla de nueva y escribo prácticamente poseído por su influjo, que es por la música, compuesta para la película por Howard Blake, un tipo curtido en composición para cine y televisión, pero no precisamente un director reconocido en la escena de la música académica. En este video muy bien editado alguien montó completa la pieza central que Blake compuso para Los Duelistas: http://www.youtube.com/watch?v=y3hVuwo0B-U, este tema, según los entendidos, está inspirado en el segundo movimiento de la Serenata de Brahms. Seguramente es un tema básico y, si se quiere, trivial, pero a mí me deja francamente sobrecogido. Y hay también una relación entre música e imagen que sólo puede ser producto del genio, ni siquiera de la técnica o de la experiencia; basta con ver la secuencia final de la película, la toma final, esa toma panorámica en la que vemos a Feraud vencido mientras la música crece y se funde en el paisaje. Esa toma es mejor que cualquier fotografía o cuadro que yo haya visto, y lo es especialmente por la música. Pero no es este el único momento en que la música revela su importancia en la película; incluso en los simples, burdos ensayos que el Doctor Jacquin hace con su flauta, el sonido crea una atmósfera perfectamente acabada.

Y pensando precisamente en la fuerza pictórica de la imagen final a la que me refiero arriba, creo que hay un interés de Scott (o de quien sea que lo haya decidido) por la pintura que es muy claro en la película: en varias tomas se componen bodegones precisos, pinturas impresionistas, paisajes sobrios pero perfectos. Es tal la belleza y el cálculo de la mayoría de imágenes, que ver la película sin sonido sería un excelente ejercicio. Hay una clara influencia de Corot, de Chardin, de Manet, de holandeses como Vermeer, y hasta de Degas (en las bellísimas tomas de caballos durante el cuarto duelo). Este interés pictórico viene más seguramente de la influencia de Stanley Kubrick, que para entonces ya era un grande, que del gusto del propio Scott.

De hecho, el afán de Scott por copiar lo que Kubrick había logrado dos años antes con Barry Lyndon (1975)[1] es innegable: llegó incluso a intentar tomas iluminadas exclusivamente con velas, como había hecho Kubrick (en una especie de homenaje a Georges de la Tour). Por otro lado, como han notado ya muchos reseñistas, en ambas películas el duelo es una figura central, y hay otra serie de coincidencias. Sin embargo, aunque Barry Lyndon es precisamente mi película favorita de Kubrick, está muy lejos, para mí, de Los Duelistas. Barry Lyndon es simétrica (como siempre cuando Kubrick es bueno) pero también un tanto barroca, quizá demasiado dramática, demasiado histriónica. Los Duelistas, en cambio, es un prodigio de economía del lenguaje cinematográfico, los diálogos son de una precisión pasmosa, y las actuaciones de Keitel y Carradine, no me cansaré de decirlo, perfectas; seguramente las mejores actuaciones de sus respectivas carreras: Feraud y D’Hubert parecen personajes destinados a ser encarnados precisamente por estos dos actores. Incluso la contextura de Keitel, hasta su estatura, pero sobre todo su mirada, definen la conducta de Feraud mejor que cualquier psicoanalista; y la gracia pueril de Carradine, su confianza en sí mismo, encajan en el personaje de D’Hubert como una mano en un guante. Pero es que hasta los papeles menores parecen el producto de un excelente trabajo de casting; basta con ver a Albert Finney en el papel de Fouché, ni mandado a hacer, más realista y verosímil que el propio Fouché cuando vivió.

Pero, en todo caso, lo que realmente me cautiva en esta película, es la fuerza de su tema (el honor) para atraer ideas, connotaciones, asociaciones. Tal vez el punto de inflexión, casi invisible, de la historia, es el momento en que nos resulta claro que D’Hubert, quien se ha resistido a jugar el juego de Feraud, se hace adicto al juego, dobla la apuesta de Feraud y se convierte, casi sin notarlo, en un duelista tan radical e irreflexivo como él. Y esa inflexión está marcada por el personaje de Laura, el único personaje en la película (a parte del propio D’Hubert, al principio) que se atreve a cuestionar la noción de honor, que se atreve a preguntar por su significado, lo que finalmente le costará el abandono por parte de D’Hubert, con trágicas consecuencias. En un momento crucial, Laura pronuncia las palabras que podrían sintetizar mejor la historia: “nada cura a un duelista”, y estas mismas palabras, ahora lo entiendo, pueden aplicarse perfectamente para cualquier caso en el que la obsesión por ganar, transformada en defensa del “honor”, dominé la mente de un hombre: “nada cura a un estudiante”, “nada cura a un intelectual, a un periodista, a un ingeniero, a un agente de bolsa”, “nada cura a un padre, a un hijo, a un esposo”. Y es tan así que D’Hubert se siente impulsado a salvar a Feraud de la guillotina aun cuando sabe que éste lo retará de nuevo, o precisamente porque lo sabe. D’Hubert ya se ha casado (felizmente), ya no pertenece al ejército napoleónico, que ha sido derrotado (y con él Feraud), y por otra parte Feraud ya no puede retarlo, pues se le ha retirado su rango y, además, está preso. Pero incluso así, contra todas las evidencias, D’Hubert acepta (y quizá busca) el reto: no se ha curado. Por momentos parece que D’Hubert y Feraud estuviesen profundamente enamorados, que esta fuera una historia de amor imposible a través del tiempo, que su odio sin sentido (literalmente sin sentido) no fuera más que una excusa para buscarse.

Quien encarna de un modo más perturbador el absurdo de la noción de honor es Feraud: nunca vemos en él el más mínimo asomo de ironía o de incredulidad, ni siquiera de humor. Parece estar totalmente convencido de la justicia de sus demandas y de la gravedad del asunto, pero al mismo tiempo hace trampa, al final finge no recordar el episodio imbécil que inició los duelos y, en cambio, miente sobre D’Hubert, asegurando que siempre fue enemigo de Napoleón y que es ese realmente el motivo de su odio. Y parece que creyera su propia mentira, que la necesitara tanto que debía creerla. E incluso en este momento es mortalmente serio. D’Hubert, en cambio, apuesta por la razón desde un principio, para caer luego en la vorágine del “honor” y, en un inspirado gesto final, volver por los fueros de la sensatez; lo curioso es que en este contexto la sensatez resulte heroica, una especie de sacrificio, incluso un lujo. Precisamente eso, un lujo que D’Hubert puede darse gracias a su situación, no sólo porque a él le quede una bala mientras que Feraud ya no tiene munición, sino también porque él es rico, está casado, pertenece al ejército monárquico. Feraud, en cambio, no tiene ya nada, salvo su obsesión por el honor, es él quien está obligado a ir hasta sus últimas consecuencias, no puede darse el lujo de la razón.

He visto esta película varias veces (muchas), y siempre encuentro algo nuevo en ella: un matiz, una variante. Esta vez he notado algo que no sé por qué no noté desde la primera vez: el verdadero protagonista de la historia es D’Hubert, Feraud no es más que una excusa, casi una metáfora. Feraud resulta, desde un principio, insoportable, un antihéroe que no se gana el aprecio de ningún espectador, su papel es ingrato, debe ser un irracional imperturbable; Laura le dice claramente lo que todos estamos pensando de él cuando lo visita en la tienda de campaña, él apenas si se inmuta, le pregunta “¿a qué ha venido entonces?”, ella dice “a verlo”, y él contesta, arrogante como siempre, “mire”. La respuesta es muy significativa, Feraud se expone ante el mundo, ante las miradas, como un freak, un radical, el último bonapartista, un tipo dispuesto a ir hasta los límites a pesar de sí mismo.

Pero decía que es una historia sobre D’Hubert, sobre su transformación, primero, en un duelista, y luego en un aristócrata. La película es un estudio de carácter. Feraud, que no cambia, no ofrece interés en este sentido, sólo sirve de contraparte y de motivo. El primer D’Hubert, un teniente disciplinado, decente, muy razonable, se ve arrastrado a una situación absurda, casi kafkiana, y sin buscarlo en absoluto despierta la furia vengadora de Feraud; hay allí un aspecto que no debe pasar desapercibido: D’Hubert es inteligente, apuesto, alto, quizá un poco más joven que Feraud, y más cercano a los oficiales importantes; todas estas ventajas, que son las desventajas de Feraud, tienen un papel clave en el resentimiento de este último. Incluso en los momentos extremos de estos primeros duelos D’Hubert conserva siempre la perspectiva y el sentido del ridículo, no se deja implicar emocionalmente en el asunto y lo hace como una especie de fatalidad, como un deber. Los duelos, sin embargo, empiezan a mover la curiosa maquinaria de la legitimidad social y pronto los duelistas son figuras públicas, motivo de apuestas, pero también puntos de honor para sus respectivos contingentes. El duelo decisivo para el cambio de actitud de D’Hubert, quien siempre ha sido buscado y prácticamente obligado a continuar, es el cuarto duelo, a caballo; y es el duelo decisivo por una razón que nos lleva directamente al corazón del carácter de D’Hubert: su vanidad. D’Hubert gana este duelo, y lo gana sin casi intentarlo, sin esfuerzo; pero gana. Sólo un día antes del duelo es capaz todavía de construir complejas y sutiles ironías sobre la situación: “Voy a ser asesinado responsablemente, a caballo, como homenaje a la caballería”. Pero después del duelo se toma en serio a sí mismo, y empieza a tomar en serio a Feraud.

La vanidad de D’Hubert es su condena, y si se piensa bien, es simplemente otro nombre para ese “honor” que dicen defender los dos hombres. Entre más avanzan los duelos, que al principio no son más que una anécdota, una aventura, más personas y más asuntos se implican en ellos, y poco a poco se convierten en una especie de institución; de algún modo, los demás los demandan, y D’Hubert, vanidoso, no puede negarse, no puede ya verse a los ojos de los demás como un perdedor o un cobarde. Aunque no entienda aún las razones del enfrentamiento, y siga creyendo que, de hecho, no tiene razón de ser, continúa, porque no puede decepcionar a su público, porque cree tener un público que quizá realmente no tenga.

Es lo que pasa con el honor, algunos se lo toman tan en serio que los demás terminan por temer ser aislados, denigrados, y entran al juego. Y es lo que pasa, como sugería antes, con muchas otras cosas, con muchos compromisos cotidianos que al principio pueden parecer simples pero poco a poco se revelan como laberintos sin salida, en los que no se puede volver atrás una vez adentro. Y se continúa, siempre, por honor, aunque se sepa de hecho que las cosas empezaron mal, o sin sentido, o que habría que pensarlo dos veces; pero no se puede pensar dos veces, hay que actuar, sobrevivir, por honor. El tema de esta película es tal vez la manera en que las cosas se vuelven reales de un modo inesperado, empiezan por ser una invención, una ficción, una broma, y de pronto, cuando menos lo pensamos, son inexorablemente reales. Feraud parece saberlo y buscarlo desde un principio: quiere la realidad rabiosamente. D’Hubert, en cambio, guarda siempre la esperanza de que sus actos no tengan consecuencias, de que las cosas les sucedan a otros; véase si no el modo en que termina por casarse con Adele.

Finalmente, D’Hubert encuentra la mejor forma de recuperar su sentido de realidad; es decir, de tomar el control de lo que quiere considerar real: en lugar de matar realmente a Feraud, lo da por muerto, en un acto sensato, razonable y vanidoso. Lo indulta con estas palabras: “Usted me ha sometido a su voluntad durante quince años. No volveré a hacer nunca lo que usted me ordene. Bajo todas las reglas del combate, desde este momento su vida me pertenece ¿no es así? Entonces simplemente lo declaro muerto. En todo lo que a mi concierne, usted ya no existe. Me he sometido a su noción de honor durante mucho tiempo. Ahora usted se someterá a la mía”.

Lo más insólito (pero, después de considerarlo un rato, tal vez lo más previsible y natural) es que la historia de D’Hubert y Feraud fue una historia real (incluyendo este indulto final): Conrad la escribió en su libro The Duel (1908) a partir de registros periodísticos. Los duelistas originales fueron los oficiales Dupont y Fournier, y aparentemente tuvieron alrededor de 30 duelos, en un periodo de veinte años desde 1794. Al menos eso se dice en Wikipedia: http://en.wikipedia.org/wiki/The_Duellists

La película tiene muchos más niveles. En el nivel histórico, por ejemplo, como retrato de la silenciosa aparición del hombre moderno, el burgués oportunista (Fouché), es perfecta. No se pierde nada aquí, ni un personaje. Hay que fijarse bien, por ejemplo, en el Chevalier, un viejo aristócrata que, después de la revolución, es forzado a convertirse en zapatero, pero al regreso de la monarquía (con el corto reinado de Luis XVIII) recupera sus títulos nobiliarios. Al conocer a D’Hubert, su futuro yerno, se ofrece a hacerle unas botas; D’Hubert le dice “sería un honor”, y él le responde: “las buenas botas no son un honor, son un placer. Durante el tiempo en que usted aprendió a ser un soldado yo aprendí a hacer botas. Me he sostenido como zapatero; ahora que soy un aristócrata de nuevo, debo mantener la práctica. La pereza es la maldición de la aristocracia”. Difícilmente puede encontrarse un mejor retrato de estas tensiones.

En fin, para dejarlo aquí, como diría Feraud: “Lah!”

[1] Cada vez estoy más convencido de que la mejor década para la historia del cine fue la década de los setenta

1 comentario:

  1. Excelente nota. No eres el único fanático de esta gran película. El mejor film de Scott, lejos.

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